Universos (in)finitos

Universos (in)finitos

Como todas las noches, el científico salió cabizbajo del centro de observación, caminó hasta el bar irlandés más cercano, y pidió una pinta de cerveza negra desde el reservado de la esquina. Ese día no esperaba a ninguno de sus colegas, ni se había llevado el periódico para intentar seguirle el ritmo a un mundo que le desconcertaba cada vez más. Ese día, después de más de veinte años, su investigación había terminado. Con las manos temblorosas, marcó el número de teléfono grabado a fuego en su memoria, y le pidió que acudiera a aquel bar. Tras unos segundos de silencio que parecieron extenderse hasta el infinito, ella aceptó.

Con tan sólo treinta años, el científico había revolucionado el mundo cuando no sólo confirmó la existencia de universos paralelos, sino que desarrolló la tecnología que permitía observarlos. Tal y como había predicho Hugh Everett, cada vez que un evento a nivel sub-atómico tenía distintos resultados posibles, se creaban varias versiones del universo, en cada una de las cuales ocurría una de esas posibilidades. Aparecían así una red infinita de universos ramificados, que abarcaban todas las realidades físicamente posibles.

Al principio, sólo observaron universos vacíos, en los que el Big Bang no se había producido, o la energía y la materia viajaban sin objetivo por el universo. La primera vez que encontraron una realidad en la que existía el planeta Tierra, el científico volvió a ser portada de la revista Time, e insistió en que ella hiciera la fotografía. A pesar del dinero, sus costumbres no cambiaron. Trabajaba hasta tarde en el centro de observación, bebía cerveza negra, evitaba las conferencias siempre que podía. Cada vez que ella inauguraba una nueva exposición, elegía su mejor traje y admiraba sus instantáneas en blanco y negro. Le preguntaba qué había sido de su vida en los últimos meses, bebía champán.

Con los años, consiguió depurar la tecnología de observación, acercarse solamente a universos similares al suyo. Contempló planetas con razas imposibles, otros en los que la humanidad se había quedado estancada en estadios primitivos, o había provocado su propia extinción acelerada. Por el contrario, observar el conocimiento que habían alcanzado en otros mundos más avanzados cambió la realidad del suyo.

Gracias a la tecnología que copió de esos otros universos, pudo restringir la búsqueda a mundos en los que él mismo existía. Como si fuera un espejo de feria distorsionado, vio todas las versiones posibles de sí mismo. Se vio convertido en un hombre de familia, viviendo en la calle, robando bancos, encerrado en psiquiátricos. En muchos casos, seguía siendo un científico, e incluso en algunos, su copia también observaba otros universos a la vez que lo hacía él. Recorrió todos y cada uno de aquellos universos, con la paciencia de un artesano. Hasta que no estuvo seguro de haber estudiado hasta la última posibilidad, no realizó aquella llamada de teléfono.

No recordaba cuánto había pasado desde la última vez que se habían visto en persona. Últimamente ella había reducido su ritmo de producción artística, y a él le costaba calcular el paso del tiempo. Le pareció que había envejecido, aunque probablemente fuera la falta de maquillaje. Como siempre, vestía de negro. La abrazó unos segundos más de lo necesario, y la invitó a sentarse frente a él. Después, cogió fuerzas y, aguantando las lágrimas, le contó lo que había descubierto después de más de veinte años de estudio:

-He observado todos los universos posibles. Millones de mundos ligeramente distintos con todas las realidades físicamente posibles. He visto todas y cada una de esas posibilidades infinitas, y en ninguna, absolutamente en ninguna de ellas, estamos juntos.

Ella se levantó despacio, con una sonrisa triste en los labios. Le miró durante unos segundos sin decir nada, y después, muy despacio, se acercó a él y le besó suavemente en la frente. Sin volver a sentarse, le habló de la inauguración de una nueva exposición en Londres al mes siguiente, y se despidió apoyando la mano durante un instante en su brazo izquierdo. Cuando cerró la puerta del bar tras de sí, el mundo volvió a tomar forma, construyendo la misma realidad en la que había vivido todos los días antes de aquel encuentro.

El científico suspiró y dio otro sorbo a la cerveza ya caliente, preguntándose si en algún otro universo, el beso habría sido distinto.


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Foto y texto por Aitor Villafranca
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Un zombie triste


“Por favor, acuérdate de mí”, decía la canción que sonaba en la minicadena, “en aquel coche detrás del carnaval”. La había oídos cientos de veces, pero el tejido de su cerebro se había convertido en amasijo negro, apenas activo, y seguía olvidando la melodía una y otra vez. Definitivamente, su mente ya no era la de hacía unos meses. Nada en él lo era.

Le habían infectado en una incursión en busca de provisiones, apenas a una decena de metros en la puerta del apartamento. Había vuelto con el brazo ensangrentado, la mochila vacía, y una mirada en la que se mezclaban el pánico, la vergüenza, y la culpa.

“Tengo miedo”, le había dicho mientras notaba como su torrente sanguíneo se volvía negro y denso. Ella le había abrazado.

"¿Quieres que todo acabe? Quedan balas, pero no sé si puedo hacerlo.”

“No quiero morir”, había susurrado asustado. “No quiero olvidarte. No quiero que el recuerdo de lo que hemos sido deje de existir”.

Ella le besó suavemente en los labios, notando un sabor amargo que nunca antes había estado allí. Luego se había incorporado, había puesto el disco que solían escuchar desnudos en las mañanas de domingo, y había salido de la habitación con lágrimas en los ojos.

De eso hacía ya diez semanas, aunque ya había olvidado cómo contarlas. Setenta días desplazándose a cámara lenta entre aquellas cuatro paredes. Rozando con sus miembros atrofiados las fotos que ella había clavado en la pared antes de abandonar el piso. Viendo como su carne podrida se caía a trozos sobre las sábanas en las que habían follado con la avidez y la melancolía de quien sabe que cada vez puede ser la última.

Ahora ya no sentía nada, sólo hambre. Sin embargo, por mucho que su cuerpo de huesos débiles y carne muerta reclamase alimento, se resistía a abandonar aquel mausoleo erigido en honor a sus recuerdos. “Me he convertido en una persona más triste por haberte conocido”, le había dicho ella una vez mientras calentaban una lata de conservas. Luego se había echado a llorar mientras se quitaba la ropa, olvidando la carne humeante. Se había montado a horcajadas encima de él sin molestarse en desnudarle. Sus gritos se habían mezclado con los de los zombies errantes al otro lado de la puerta. Sus puñetazos en el pecho le habían dejado moratones durante varios días.

“Un trapecista asustado, llegando más alto que ningún mesías” continuaba la canción, antes de pasar a un solo desalentado de guitarra.

Su cerebro ya no tenía suficiente actividad eléctrica como para recordar aquellas escenas, ni para entender el significado de los objetos que le rodeaban, pero aún así era capaz de sentir una fuerza que le ataba a aquella habitación. Más fuerte incluso, que el hambre ancestral que le hacía delirar con imágenes de vísceras y miembros cercenados.

Sin embargo, aquel día, sin ningún motivo especial, algo cambió mientras miraba entre gruñidos las fotos de lo que un día había sido su vida. No supo expresarlo con palabras, pero su cuerpo comprendió que había llegado el momento de marcharse de allí. Quizás su hambre simplemente había superado una nueva barrera, y la balanza de sus instintos se había desequilibrado. Quizás, los restos de su consciencia habían aceptado su situación. Lo que era, lo que ya nunca sería.


Ya no sabía como bajar las escaleras del edificio, pero no le importó. Avanzó con decisión, sin sentir dolor cuando sus piernas sólo encontraron aire y su cuerpo cayó rebotando torpemente hasta la planta baja. Un brazo partido, colgado apenas por un tendón. El cuello torcido, incapaz de devolverlo a su posición original. Los jirones que quedaban de su ropa, manchados con el líquido negro que rezumaba de su mandíbula dislocada. Aún así, se incorporó, tomándose su tiempo, y salió al exterior. 

En la calle, un grupo de zombies avanzaban con paso lento, arrastrando sus extremidades sin vida, sus ojos desorbitados. Alguno desvió la vista hacia él, pero le olvidó enseguida al ver que su carne estaba tan muerta como las suyas. Permaneció unos momentos inmóvil, levantando la vista hacia el apartamento que acababa de abandonar, y luego, sin tener muy claro hacia dónde se dirigían sus nuevos compañeros, comenzó a seguir sus pasos.

“Acuérdate de mí” intentó tararear mientras caminaba, aunque su garganta sólo emitió un gruñido gutural que se unió a los del resto de muertos que avanzaban hacia el norte. 

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Nada


Él sabía que era imposible, pero tenía la sensación de sólo existir realmente cuando estaba en la cama. Conservaba los recuerdos del día que había precedido a aquel momento, pero eran imágenes que no sentía como suyas. Caras, acciones, ruidos. Bien podían haber sido sacadas de una de las películas que veía en el portátil, ya escondido dentro del edredón nórdico y las sábanas marrones.

En la cama, siempre estaba desnudo. Había dejado de usar pijama en la universidad, y ahora ya no le encontraba ningún sentido. Aquellos años también parecían formar parte de un reflejo irreal. Lo mismo que esa mañana, y la anterior. La lógica, las reglas de coherencia que rigen el mundo, le indicaban que su vida tenía que ir más allá de las cuatro paredes de su habitación, pero el hormigueo de su piel parecía llevarle la contraria a esas nociones básicas sobre el funcionamiento del universo.


Para él, sólo existían aquellas horas antes de dormir. El ligero vértigo al ver pasar los días del calendario mientras todo a su alrededor permanecía estático. La colección de novelas de Paul Auster, las láminas de Hopper en las paredes. Un vaso de agua a medias en la mesita de noche. Luego los brazos pesados, la sensación de caída, y finalmente el sueño. Al parecer, su cuerpo se despertaba por la mañana, y realizaba las funciones que debía realizar, se relacionaba con la gente con la que se debía relacionar. Sin embargo, hasta que no se desnudaba y se metía en aquel colchón vacío, su mente no despertaba de su letargo, y volvía a ser consciente de su propia existencia.

O quizás todo era un truco. Quizás estaba realmente atrapado en un bucle atemporal, y la razón por la que sentía aquel desapego hacia sus recuerdos era que realmente fueran falsos. Era algo que llevaba tiempo sospechando, pero hasta aquel instante, no se le había ocurrido que podía, simplemente, levantarse y comprobarlo. Sintiendo como su corazón se aceleraba, se incorporó de la cama y caminó descalzo hasta la puerta de la habitación.

Una vez allí, contuvo el aliento, y reuniendo toda su fuerza de voluntad, hizo girar el pomo lentamente. Cuando la puerta se abrió, todos sus temores quedaron confirmados. Al otro lado sólo se extendía la nada. Informe, infinita. No tenía color, ni siquiera era negra. Era el vacío absoluto, alargando sus tentáculos invisibles hasta el marco de la puerta, rozando su piel con un tacto carente de sensación o temperatura.

Permaneció inmóvil unos minutos, ajustando su cerebro a aquella información, sopesando sus implicaciones. Después, con movimientos cansados, cerró la puerta, dejando la nada al otro lado, y volvió a meterse en la cama. En fin, suspiró, por lo menos ahora sabía que no estaba loco. Luego volvió a coger el ordenador portátil, lo apoyó en su regazo, y siguió viendo la película.
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