Lazos de sangre (I)

“Cortarle la garganta a un hombre era mucho mejor que sacrificar cerdos. La sangre cayendo a borbotones, como en la fuente del pueblo. Los ojos muy abiertos, sin entender nada, y ese ruidillo que salía de su boca al intentar hablar…”

Mi abuela Antonia había pronunciado aquellas palabras de repente, con una risa de niña traviesa que hizo que un escalofrío recorriera todo mi cuerpo. Después, su mirada había vuelto a apagarse, y las preguntas que siguieron se rompieron contra un muro de ausencia. Aquel día, mi abuela no volvió a hablar.

Por aquel entonces, mi abuela tenía cerca de ochenta años y sobrellevaba una vejez solitaria en una residencia de ancianos razonablemente deprimente, alternando su estado natural apenas consciente con instantes puntuales de lucidez relativa. Sus brazos rollizos hacía tiempo que habían perdido la batalla a la edad, y ahora se escondían debajo de una bata más propia de un hospital, sobre la que solía quedar alguna migaja de lo que en aquel sitio hacían pasar por comida.

Después de tantos años sin visitarla, no dejaba de ser un tanto hipócrita sentir lástima, pero verla en aquellas condiciones me resultaba inevitablemente doloroso. La amenaza oscura de mi futura vejez solitaria también estaba sentada con nosotros en aquellos sillones verde oscuro, pero no tardó en esfumarse junto con cualquier otro sentimiento al oír aquellas palabras.

“Mucho mejor que sacrificar cerdos”.

Después del impacto inicial, pronto decidí que tenía que haber entendido mal, o que debía tratarse de alguna historia que le habían contado de pequeña. Quizás incluso de una película que por alguna razón se había quedado atascada en su subconsciente. Al fin y al cabo, para mí, la abuela Antonia significaba largos viajes hasta el pueblo por carreteras secundarias y vestidos azules de lunares, abrazos asfixiantes y, sobre todo, un intenso olor a canela. Mezclar aquellos recuerdos con fuentes de sangre era tan absurdo como imaginarse a Jack el Destripador amaestrando cachorritos.

Aún así, aquellas frases habían despertado lo suficiente mi curiosidad como para convertir mi visita puntual en un destino habitual a lo largo de las semanas siguientes. De todas formas, tampoco es que tuviera muchas más cosas que hacer. En aquel momento, yo estaba a punto de cumplir los treinta, y había conseguido acumular en tiempo record un retoño de dos años, regalo sorpresa para mi fin de carrera, una boda a toda prisa, y un divorcio casi igual de rápido.

Aunque las cosas siempre son más complejas, el detonante del divorcio había sido un affaire tonto y no demasiado gratificante con una amiga de mi mujer, y aunque cualquiera con dos dedos de frente podía haberse imaginado la historia completa el día de mi boda, no por ello el sentimiento de culpa era menos intenso. En realidad había más sentimientos entremezclados, entre ellos una cierta sensación de alivio y algo de hastío mientras ignoraba las llamadas de la que hasta entonces había sido mi amante, pero era sin duda la culpa con la que mi cerebro se sentía más cómodo. También la que me había impulsado a enmendar antiguos errores, empezando por mi abuela.

Desde luego, lo último que esperaba cuando comencé aquellas visitas, era descubrir un lado grotesco en la sombra de aquella mujer entrañable, pero éste fue haciéndose más y más patente según avanzaron las visitas. Dudo de que mi abuela fuera demasiado consciente de qué secretos estaba contando, o de a quién se los revelaba, pero poco a poco, entremezclados entre el resto de sus declaraciones con la naturalidad de quién no ve nada malo en ello, fueron saliendo a la luz retazos de que yo me encargaba de entretejer, intentando entender la historia completa.

Según fui descubriendo, mi abuela había empezado a obsesionarse con la muerte desde joven. Le gustaba observar los últimos espasmos de los pollos que después su madre desplumaba, o la sangre densa borboteando de la herida de cerdos y corderos sacrificados. Era ella la que se encargaba de estas tareas siempre que se lo permitían, disfrazando el placer que obtenía detrás de una máscara de eficiencia y espíritu práctico.

Con el tiempo, no fue suficiente con matar animales, y empezó a preguntarse cómo sería acabar con la vida de un ser humano. Para ella fue una evolución natural, un paso lógico sin implicaciones morales que analizar. Por aquel entonces, mi padre ya había nacido, y por la cronología que llegué a deducir, es posible que incluso mi tía estuviera ya en el vientre de mi abuela en el momento del incidente.

Fue un día normal, sin nada que lo diferenciara de cualquier otra jornada rutinaria en el pueblo. Después de limpiar la casa y ordenar las camisas de su marido, dejó a los niños con su hermana y se fue al monte. En su hatillo llevaba una hoz afilada, la misma que su padre había utilizado esa misma mañana para segar el trigo.

Al parecer, a pesar de no haberse perdido jamás una misa de domingo, los sermones sobre la pureza y la monogamia no habían calado demasiado hondo en mi abuela, y no era la primera vez que utilizaba un paseo para mantener encuentros ilícitos con algún hombre del pueblo. En aquella ocasión fue un pastor de la región, sin más rasgos distintivos que la urgencia en sus parcas palabras, ni más razones para merecer la muerte que el simple hecho de existir.

Se reunieron, probablemente no por primera vez, en una cueva convenientemente apartada de cualquier camino, sin más lecho que las piedras. Allí, mientras aquel hombre rudo se retorcía contra ella, mi abuela sacó con cuidado la hoz y, con las mismas manos que años después utilizaría para revolverme el pelo, le rebanó la garganta. Durante todo el tiempo, mantuvo los ojos muy abiertos, para no perder ni un detalle del rostro de su víctima, ni de sus movimientos ya inútiles, ni de la sangre, que caía a chorros sobre el cuerpo desnudo de mi abuela.

Como en la fuente del pueblo.

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5 comentarios:

eishier dijo...

Me mola cuando te pones gore!
El primer párrafo me ha encantado, cuando pasas a narrativa en 3ª persona pierde un poco de impacto en mi opinión, pero aún así engancha. Para cuando esa continuación (Hibernation mode on)

eishier dijo...

y actualiza la barra lateral de fotos, vago!

nhtg dijo...

Te voy a dar un flickr-poker por este relatillo... muy bien. Por cierto, aun no le he echado un vistazo a eso que me pasaste... quizás este verano ;-)

Aitor dijo...

Barra actualizada :)

Gracias por el apoyo! La continuación está ya pensada, pero tengo que sacar un rato para ponerla en papel. A ver si esta tarde en la piscina me pongo...

Ireth dijo...

Vaya... estoy con eishier, el comienzo y el final están muy bien en todos los sentidos, no me acaba de convencer la parte central con la biografía del narrador, creo que en esta historia la única protagonista debe ser la abuela.

En cuanto pueda, no sé si podrá ser ahora, me leo la continuación.

Por cierto, una gran frase final.

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