Cartas (I)

Cartas (I)

Alicia apenas recordaba como había empezado todo. O mejor dicho, lo recordaba, pero prefería no hacerlo. A esas alturas, parecía ya demasiado banal. Absurdo, casi irreal.

Los padres de Paula llevándosela con ellos a Buenos Aires. La última tarde de cine con ella. Una historia de amor épica, como no podía ser de otra forma. La promesa de escribirse todas las semanas. Pero no como ellas mismas. Eso habría sido demasiado vulgar, un camino directo a la rutina y al olvido. No, serían James y Elizabeth. Separados trágicamente por la guerra. Una guerra. Cualquier guerra.

“Querido mío”, empezaba la primera carta, “no sé si recibirás esta misiva. Cada día llegan noticias de nuevos muertos, y mi corazón se encoge mientras repaso la lista una y otra vez, asegurándome de que sigues vivo, de que vas a volver. En el fondo sé que no has muerto. Mi corazón lo sentiría, aunque nos separe un océano. Vuelve pronto. Siempre tuya, sólo tuya. Elizabeth”.

¿Cuántos años tenían entonces? ¿Quince? Un juego tonto, sin duda, pero un juego al que siguieron fieles mes tras mes. Su pequeño mundo inventado enriqueciéndose con anécdotas del día a día de Elizabeth cuidando a sus hermanos pequeños en la granja, con historias de los compañeros de batallón de James. Desde luego, eran mucho más interesantes que el instituto, aquella sucesión de días casi vacíos en los que la principal ocupación de Alicia era esperar a que su vida decidiera continuar.

“La herida de Frederic ha mejorado, pero algo se ha roto dentro de su cabeza. Sus recuerdos se han vuelto esquivos, y la mayor parte del tiempo, creo que ni siquiera nos reconoce. Dios, no sé qué haría si a mí me pasara lo mismo. Si no pudiera recordar el tacto de tu piel, el sabor de las fresas a través de tus labios. Confío en que mi cuerpo siguiera buscándote, empujado hacia ti por el destino. Tuyo incluso en el olvido. James.”

Para cuando recibió aquella carta, Alicia ya había empezado la universidad. También había pasado una semana en el hospital después de un accidente con la moto, se había peleado con sus padres, reconciliado con ellos, y peleado de nuevo. Incluso había probado una raya de coca por primera y última vez en su vida, en una noche de la que se arrepentía sólo en parte. Sin embargo, Alicia había empezado a sentir todo aquello como un simple interludio, una vida automatizada ejecutada por alguien que se parecía a ella. Alguien que hablaba y se movía igual, pero que no era ella. Ella era Elizabeth. Y todo lo demás eran sombras.

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