Todo el tiempo del mundo

NOTA: Este relato ha sido escrito utilizando 22 palabras aleatorias sugeridas a través de twitter:  Rayo,  malandrín, verso, lastre, química, castaña, vástago, títere, mapache, enmohecerse, plausible, sexual, náutico, quelonio, parsimonia, fin, azul, utopía, pilórica, idiosincrasia, valentía, bálamo.



TODO EL TIEMPO DEL MUNDO


El fin del tiempo. El fin de la realidad, de todo lo que alguna vez había importado. Tomás se acomodó en el sofá. Tenía todavía algo de margen, pero quería asegurarse de que todo fuera perfecto en el instante en el que el tiempo se detuviera. 9 de Junio de 2014. Las dos cuarenta y seis. Según los científicos, aquel minuto duraría un año. El siguiente sería infinito.

A pesar de que el cambio se había ido produciendo gradualmente, Tomás no terminaba de acostumbrarse a que su mente siguiera funcionando a la misma velocidad, mientras el mundo se detenía. Los minutos se habían alargado cada vez más, convirtiendo su cuerpo en una máquina lenta y frustrante, y el mundo en un lugar estático sin apenas vida. Rayos congelados en el cielo durante lo que parecían horas. Repasos completos de toda su existencia en el tiempo que se tomaba su cuerpo en salir de una habitación.

Aunque pronto ni siquiera ese movimiento sería posible. Seguir vivo en una realidad muerta. La última broma cósmica de alguna deidad aburrida decidida a manejarles como títeres. Toda la vida pensando que su identidad era pura química, un artificio formado por átomos y conexiones eléctricas, y ahora resultaba que existía el alma, o al menos, algo parecido, capaz de trascender a la materia, de encerrarle toda la eternidad con sus victorias y sus remordimientos. Con sus manías estúpidas, con todas las frases que no había conseguido pronunciar.

Hacía días que había elegido la ropa que le acompañaría durante el resto de su existencia. Casi desde que en la televisión habían dicho que aquella sensación extraña de moverse a cámara lenta que todo el mundo había empezado a sentir, sólo iba ir a peor. Sus náuticos favoritos, con los que ella solía decirle que parecía un niño rico desubicado. Unos vaqueros cómodos, demasiado anchos, y desgastados cerca de la entrepierna hasta crear un pequeño agujero. Al fin y al cabo, nadie iba a verlo, y era importante estar cómodo en la postura en la que iba a permanecer congelado para siempre. La camisa azul, por el contrario, le oprimía un poco el pecho, pero no le importaba. Era la que llevaba puesto el día que la conoció.

Ella. Caótica, absurda, arrogante, sexual, absoluta. Por la que había dejado a su mujer, en cuyo cuerpo había creído encontrar el sentido de un universo que ahora se burlaba de él. Habría preferido estar con ella durante el fin del mundo. Dentro de ella, quizás. Pero cuando tu eternidad ideal involucra a otras personas, siempre existe el riesgo de que los planes no coincidan. De que la importancia que le das a ella no sea, ni de lejos, la misma que ella te da a ti. Al menos en algún momento le había querido lo bastante como para acostarse una última vez con él cuando reunió suficiente valentía como para tocar el timbre de su apartamento. Mirándolo por el lado positivo, la eyaculación precoz ya no era un problema. Tampoco los condones. En un mundo sin futuro, el vínculo entre acción y consecuencia tendía a romperse. El fin del mundo tenía algo de liberador, aunque no dejaba de ser una mierda no poder repetir aquel orgasmo que se había prolongado durante lo que habían parecido días enteros.

Habría estado bien sentir su contacto indefinidamente. Habría estado mejor todavía si hubieran conseguido sincronizar un último orgasmo con el segundo que marcaba el fin de la historia. Más poético que práctico suponía, aunque estaba seguro de que mucha gente estaría intentando conseguirlo en aquel momento. Era curioso. La mayoría de la gente se había vuelto más calmada y abierta. Suponía que era una consecuencia lógica de aquella parsimonia obligada, de la posibilidad de pensar todo mil veces antes de decirlo. Optimizar conversaciones. Una especie de utopía, al menos si no contabas los miles de suicidios de todos aquellos que preferían la muerte a vivir eternamente consigo mismo.

Siguiendo los consejos de sus amigos, Tomás había decidido llegar al fin del mundo sentado delante de un mural con los elementos que quería seguir viendo hasta el infinito. Copias de sus cuadros favoritos. Un espejo para no olvidar su propio rostro, aunque las ojeras provocadas por incontables noches en vela le hubieran dado el aspecto de un mapache malhumorado. Unos versos de Neruda. Ni siquiera había leído demasiado su obra, pero no conocía muchos más poetas y no quería llegar a la inmortalidad como un inculto. El resto del espacio lo ocupaban las fotos de la gente que le había importado. Borracho con sus amigos de la universidad. Buceando con su hermana en el Bálamo. Fotografías de todo el mundo menos de ella, claro. Nunca le había dejado sacarle fotos. “Te roban el alma”, solía bromear, y tapaba con la mano el objetivo, o se lanzaba sobre él haciendo que la cámara sólo capturase un trozo de sábana. El borde de un calzoncillo. Una ventana desenfocada.

Tomás todavía notaba en el paladar el sabor de castañas asadas. Como las que le hacía su abuela en el pueblo, aunque por supuesto no habían estado a la misma altura. Aún así, aquel sabor tenía algo de reconfortante. El resto de sensaciones que le acompañarían para siempre no serían tan agradables. Las contracturas de la espalda, el picotazo de un puto mosquito inoportuno, la úlcera en torno a su válvula pilórica, o como mierdas lo hubiera llamado su médico cuando el mundo todavía funcionaba. Hacerse viejo era un asco, pensó, aunque suponía que no era algo que tuviera que preocuparle demasiado. Nada de aquello tenía importancia ni solución. Lo único que tenía que hacer era esperar a que la realidad se congelase, y confiar en no parpadear en el momento equivocado.

De entre todas las instantáneas que había colocado en el salón, la fotografía más grande era la de Marta, su hija. Su vástago. Sabía que a ella le gustaban las palabras complicadas, así que siempre hacía lo posible por ponerse a su nivel. Una vez su maestra les había llamado para asegurarse de que no habían sido él ni sus exmujer los que habían escrito un trabajo de clase que Marta había titulado “La idiosincrasia de los quelonios”. El orgullo le había llevado a guardar aquel relato, que ahora descansaba a la derecha de su foto. En el fondo, le alegraba que detrás de aquel despliegue lingüistico, sólo se escondiera la historia de una pequeña tortuga intentando encajar en un acuario en el que nadie parecía comprenderla.

Tomás inició una sonrisa que tardaría meses en llegar a formarse. Su pequeña malandrín, solía llamarla, aunque ella se enfadara diciendo que esa palabra era un insulto, que significaba que era maligna, y que ni siquiera estaba en femenino. Él le decía que le daba igual, que a él malandrín le sonaba a un mono pequeño, y empezaba a revolverle el pelo para ver cómo su ceño se fruncía y sus labios se comprimían en una mueca de resignación. En el fondo, siempre había sido un lastre para ella. La quería con locura, pero algún Dios sin escrúpulos había debido decidir que eso no era suficiente. Era mejor así. Marta con su madre. Él solo. Imaginó su propio cuerpo enmoheciéndose, cubriéndose lentamente por una capa verde hasta convertirse en piedra y musgo. Sabía que no era plausible, que el moho estaba tan paralizado como él, pero no dejaba de parecerle una imagen adecuada.

El segundero de su reloj avanzó de nuevo. Cincuenta golpes restantes. Cada vez más distanciados. Tomás no pudo evitar iniciar un suspiro que ahora le acompañaría durante más tiempo del que habría deseado. Así que al final a eso se reducía todo. Gente decepcionada. Momentos de felicidad absoluta. Pelear, correrse, vomitar en el baño, llorar en el trabajo, reírse junto a la cuna. Quizás la balanza no era tan mala, aunque suponía que tendría milenios para cambiar de opinión, para volverse loco. Para hablar consigo mismo, como un náufrago. Con un poco de suerte podría incluso desarrollar personalidades múltiples. Desde luego sería más entretenido que escucharse a sí mismo eternamente, o al menos hasta que milenios después el tiempo decidiera invertir el proceso y volver a acelerar. Podría juzgarse. Hacer de juez, fiscal, y abogado defensor. De testigo compungido y de señora de la limpieza. Sonaba mejor que la muerte, incluso que el paraíso y el infierno. Al menos de momento.

Arrepentido de haber iniciado aquel suspiro, Tomás parpadeó para asegurarse de no hacerlo más adelante, y aprovechó la oscuridad que milímetro a milímetro se extendía sobre su campo de visión para repasar la letra de todas las canciones que había decidido memorizar. “Recuerda esta canción”, había dicho ella una vez, mientras los acordes de una guitarra triste se pegaban al sudor de sus caderas, “por letras como esta merece la pena que el universo exista”. En aquel momento, no podía menos que darle la razón.

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Por Aitor Villafranca (@avillafranca_)

1 comentarios:

Unknown dijo...

Cool!

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