Todo había empezado en la esquina de la treinta y cuatro con la quinta avenida, mientras esperaba que el semáforo le permitiera seguir su camino hacia el hotel. Jonás recordaba perfectamente el lugar, así como recordaba que eran las ocho de la tarde y que estaba preocupado por si no iba a tener tiempo de cenar antes del concierto del jazz cuya entrada se había dejado en la habitación. En realidad, podía recordar muchas más cosas, como que a su lado una chica con el pelo teñido de un rubio blanquecino no dejaba de mirar su móvil sin que éste hiciera ningún amago de sonar, o que en un escaparate de la acera de enfrente había una mascota azul con gafas de sol. Jonás recordaba todas esas cosas, pero por mucho que lo intentara, no conseguía recordar por qué había empezado a llorar.
No había vivido recientemente ninguna ruptura traumática, ni había visto nada que pudiera recordarle la antigua pérdida de un ser querido. En realidad, probablemente ni siquiera esos acontecimientos le habrían hecho derramar lágrimas. No se consideraba un tipo especialmente duro, pero no recordaba ninguna ocasión en la que hubiera llorado de verdad desde aquellas discusiones adolescentes con sus padres en las que la frustración acababa convirtiéndose en llantos no demasiado dignos. Incluso si hubiera sido muchísimo más sentimental de lo que se consideraba a sí mismo, habría tenido problemas para encontrar un origen razonable. El libro que estaba leyendo era una novela policiaca con tan poca carga emotiva como calidad literaria, y la última película que había visto, de esas con romances imposibles y muertes con música de violines, había sido una reposición de “el paciente inglés” hacía casi un año.
La única causa posible de melancolía podía ser el hecho de estar de vacaciones solo en Nueva York, pero al fin y al cabo, estaba acostumbrado a viajar sin compañía. Pasear por una ciudad escuchando la música de sus auriculares, detenerse a hacer fotografías sin que nadie le esperara, eran pequeños detalles que siempre le habían hecho feliz. Puede que las noches fueran más aburridas sin otras piernas en las que enredarse, pero nunca se sabía a quién se podía conocer en el bar de un hotel. Esas historias, aunque normalmente no tuvieran el aura mágica que las películas les solían otorgar, le resultaban a Jonás suficiente para mantener su vida en un nivel más que aceptable de satisfacción. Hasta entonces había huido de las relaciones estables con una convicción firme y carente de espinas, más por principio que por traumas, y le parecía altamente improbable que existiera una parte de su subconsciente que quisiera rebelarse contra ese modo de vida mediante ese llanto inoportuno.
No existía, en definitiva, ningún motivo capaz de justificar las lagrimas que, en aquella esquina de la treinta y cuatro con la quinta avenida, mientras esperaba a que un inocente semáforo cambiara de color, empezaron a caer por su rostro a borbotones. Al principio ni siquiera se había dado cuenta de lo que sucedía, y hasta había mirado al cielo en busca de nubes que pudieran estar mojando su cara. No fue hasta que detectó la mirada extrañada que la chica de su lado por fin había apartado del móvil, cuando comprendió que estaba llorando.
Extrañado, había seguido su camino hasta el hotel mientras intentaba secarse los ojos con los puños de su camisa. Sin embargo, pronto la camisa se quedó corta para contener el torrente de lágrimas, al igual que los pañuelos de la preocupada recepcionista del hotel, y hasta las toallas sobre las que se quedó dormido en su habitación muchas horas de llanto después. A la mañana siguiente, sus lágrimas habían formado un pequeño charco, y su cuerpo se había resecado como si hubiera pasado horas en un desierto.
A partir de ese momento, Jonás no dejó de llorar ni un solo instante. Ningún médico consiguió nunca darle una explicación para aquel llanto con el que tuvo que aprender a convivir, y ni los antidepresivos ni el resto de tratamientos que probó evitaron que su ropa terminara día tras día empapada por el incesante reguero que escapaba de sus ojos. No le quedó otro remedio que acostumbrarse a salar la comida con sus lágrimas, a aceptar las palmaditas de desconocidos en la espalda, y hasta a regar las plantas de las vecinas mientras veía la televisión.
Al principio el dinero fue un problema. No podía dedicarse a vender coches con la cara surcada de lágrimas, y sus principios le impedían fingir que aquellas lágrimas eran fruto de la desesperación de no poder pagar la manutención del hijo que su diabólica ex-mujer le había arrebatado. Finalmente, encontró la solución en el mundo del cine. Puede que no hubiera muchos papeles principales en los que todos los diálogos incluyeran lágrimas, pero no faltaba trabajo como extra para escenas de tragedias y funerales. Con el tiempo, consiguió perfeccionar todo un abanico de registros, desde dignas lágrimas de dolor contenido hasta el llanto desatado de desesperación absoluta. De vez en cuando, los directores le asignaban incluso alguna frase, como “era un gran hombre” o “¿por qué mi hijo? ¿por qué?”.
En alguna ocasión, hasta le habían ofrecido participar como plañidero contratado en algún funeral real, pero prefería la muerte ficticia. No soportaba la idea de enfrentarse a algún acontecimiento en el que realmente tuviera ganas de llorar y no pudiera mostrar ninguna diferencia en su rostro.
Así pues, los años pasaron, al igual que las amantes. Sorprendentemente, no solía pasar mucho tiempo sin que Jonás encontrara a alguna chica que pensara que las lágrimas le daban un aire vulnerable y se prestara a consolarle. Por supuesto, cuando las lágrima continuaban después del sexo, las reacciones cambiaban bastante, y ninguna solía durar más de un par de encuentros esporádicos.
Lo más parecido a una relación estable lo tuvo con su agente, habituada ya a sus lágrimas. Se hacía llamar Sakura, aunque la sangre japonesa escaseaba en sus venas y su carnet de identidad rezaba un nombre mucho más castizo. Aquella historia quizás podría haber acabado en algo parecido a amor, pero Sakura estaba demasiado atada a su propia imagen de mujer dramática y autodestructiva como para recaer en algo tan vulgar.
Si bien no llegaron a realizar un viaje de novios, sí que volaron juntos hasta Nueva York, donde Sakura había conseguido el primer trabajo internacional a Jonás. La última noche que pasaron en la ciudad, Jonás dejó a Sakura durmiendo en la habitación, y caminó hasta la esquina de la treinta y cuatro con la quinta avenida. Se quedó allí un rato mientras el semáforo seguía su imperturbable ciclo. En esa esquina había empezado todo, y por un momento, pensó que si esperaba el tiempo suficiente, encontraría allí algo que le diera sentido a sus lágrimas.
La gente que pasaba a su lado miraba sus lágrimas con extrañeza, pero a esas alturas estaba acostumbrado. Solo una chica con gafas de grueso borde negro pareció no prestarle atención cuando se detuvo a su lado, la mirada perdida en algún punto al otro paso de cebra. Jonás se había fijado en ella porque llevaba una camiseta de una de las películas en las que había participado, y su corazón estuvo a punto de detenerse cuando vio nacer la primera lágrima de aquella chica, ampliada por los cristales de sus gafas.
Los segundos que siguieron se le antojaron eternos a Jonás. El semáforo volvió a cambiar y el resto de la gente cruzó a la otra acera, dejándole solo con aquella chica, que permanecía inmóvil. Jonás se aclaró entonces la garganta para hablar, para decirle que a él le había pasado lo mismo, que no estaba sola y que quizás juntos podrían encontrarle algún sentido a aquellas lágrimas.
Unos brazos aparecieron entonces rodeando el vientre de la chica, que se giró sorprendida para inmediatamente después lanzarse a los labios del dueño de aquellas inoportunas extremidades. En pocos segundos, las lágrimas de la chica desaparecieron como si nunca hubieran existido, y la feliz pareja se alejó entre caricias, caminando en un plano distinto de la realidad que el resto del mundo.
Con una sonrisa entre triste y avergonzada, Jonás decidió que era hora de regresar. Mientras silbaba una vieja canción de la que había olvidado la letra hacía años, se fijó que en el suelo todavía se distinguía el camino hacia el hotel que un rato antes habían formado sus propias lágrimas.
3 comentarios:
Muy bueno, me ha gustado mucho ese golpe final tan cruel al pobre hombre.
Bueno bueno señor Aitor... esto empieza a ser algo serio. Me ha gustado el relato. Enhorabuena por el blog! Por cierto, a mi me gustó mucho (en su momento) el paciente inglés.
Genial metáfora del camino d lágrimas, me transporta a Garbanzito. No, en serio, Aitor, lo haces muy bien pero no pares y sigue buscando el siguiente nivel.
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