Princesas


Desde que Leonor era una niña, había vivido encerrada en el mismo torreón de aspecto cochambroso, separada por gruesos muros de piedra del mundo que se extendía más allá de su habitación. En ocasiones, el recuerdo infantil de los campos de trigo de su tierra natal la llenaba de una nostalgia abrumadora, pero la mayor parte del tiempo se conformaba con su destino y se limitaba a esperar junto a la ventana, con la mente llena de fantasías del caballero que había de liberarla. Al fin y al cabo eso era lo que debía hacer una princesa, sentarse en su prisión a esperar la llegada del príncipe que, victorioso después de alguna gran gesta, rompería la maldición que ataba a su amada y la llevaría a lomos de su corcel a un reino de riqueza y felicidad. O incluso a un reino no tan próspero ni tan feliz, quizás uno de esos con un par de plagas mortales al año, o con un semidiós maligno de los que exigían sacrificios virginales cada vez que se aburrían... Cualquier cosa sería mejor que aquel torreón semiderruido.

Sin embargo, las misiones a cumplir para liberar a la princesa eran siempre arduas, como encontrar un rubí con forma de estrella en la tierra de los mares de fuego, o acabar con alguno de los brujos malditos que proliferaban en las islas de la noche eterna, aunque a su regreso, el valiente caballero podía encontrar una vida apacible gracias a la princesa amada y, sobre todo, a su dote. Hasta que se llevaba a cabo esta hazaña, la princesa debía esperar, lidiando de la mejor manera posible con el aburrimiento y, en la mayoría de los casos, con la maldición que le correspondiera por nacimiento. En el caso de Leonor, su condena era repeler a todo tipo de animales, lo cual no dejaba de ser bastante conveniente, ya que mantenía el viejo torreón libre de arañas, ratones e insectos, por no hablar del alivio que suponía no tener que soportar la charla intrascendente de los jilgueros o los aires de grandeza de algún que otro sapo.

Por desgracia, la misión que ataba a Leonor a su torreón distaba mucho de ser tan llevadera. El caballero que deseara su mano, debía viajar hasta las tierras gélidas del fin del mundo, derrotar allí a un dragón negro de siete cabezas y volver con los siete cráneos como prueba de su hazaña. La belleza de Leonor, así como la dote que le correspondería a su marido, eran premios atractivos, pero aún así Leonor no se hacía demasiadas ilusiones respecto a su suerte. Por si la propia misión no fuera suficientemente desalentadora, con el viaje casi eterno, la lucha a muerte con un enemigo prácticamente inmortal y el camino de vuelta cargando con siete cabezas babeantes cuyo peso no se debía despreciar, la leyenda decía que en el combate, el apuesto guerrero perdería un brazo y la visión en su ojo derecho, y su cara quedaría marcada de lado a lado con una cicatriz que recordaría su hazaña hasta el fin de los tiempos. Leonor era de carácter realista, y sabía que no había demasiados caballeros dispuestos a hacer todos esos sacrificios, especialmente si podían elegir gestas mucho menos exigentes, que les garantizarían igualmente una princesa de un estatus aceptable. Solamente un caballero había llegado a declararle su amor a Leonor, pero no había sido sino un error producto de la embriaguez. El guerrero en cuestión se había excedido con la cerveza en alguna celebración, hasta el punto de confundir el torreón de Leonor con el de una princesa de origen nórdico que vivía unas leguas al oeste. Al comprender su equivocación, había huido sin ningún tipo de decoro, dejando a Leonor sumida en una profunda melancolía.



En realidad el error era en cierto modo comprensible, puesto que si algo abundaba en aquellos tiempos eran precisamente las princesas en edad de contraer matrimonio. Había tantas que los reinos habían empezado a intercambiarlas, intentando conseguir una colección variada con la que tentar a guerreros propios y ajenos. Según había leído Leonor en las cartas que le informaban periódicamente sobre las novedades del mundo de las princesas, y que constituían prácticamente su única fuente de entretenimiento, su reino había intercambiado unas princesas trillizas, de gran fama en los reinos del sur, por doce princesas durmientes, que habían empezado a aparecer con demasiada frecuencia en aquellas tierras. En principio no era una noticia especialmente interesante, pero lo que mantenía a Leonor inquieta desde que la había leído era que, dada la falta de torreones independientes para alojar a semejante remesa de princesas, algunas de ellas iban a compartir morada con otras infantas, siendo el torreón de Leonor uno de los elegido para tal fin. Leonor era consciente de que la elección se debía principalmente a su falta de éxito hasta la fecha, pero aún así estaba ilusionada por la perspectiva de tener alguien con quien hablar en los largos días de cautiverio.

Leonor sabía que una princesa durmiente no era probablemente la mejor de las compañías, dado que estaba condenada a sumirse en un profundo sueño en el momento en el que algún caballero proclamara su interés por la gesta correspondiente, permaneciendo en ese estado hasta que se produjese el consabido beso de amor, pero en cualquier caso, incluso una compañía así era mejor que la soledad que empapaba hasta entonces cada instante de su vida. Así pues, Leonor pasó días preparándose para la llegada de la princesa durmiente, llamada Esmeralda, cuyo nombre había sido elegido sin demasiados quebraderos de cabeza en honor a sus ojos de un verde profundo. No es que Leonor tuviera un afán especial por impresionar a su futura compañera, pero arreglarse con esmero era la única manera que tenía de combatir el nerviosismo que le producía aquella situación.

El día que Esmeralda fue abandonada sin demasiada ceremonia frente al torreón, Leonor vestía sus mejores galas y su cabello lucía un complejo trenzado que había tardado toda una noche en preparar, echando por primera vez en falta la ayuda de los jilgueros, expertos en ese tipo de menesteres. Sin embargo, a pesar de su preparación, en el momento en el que vio a Esmeralda, se sintió empequeñecida, tal era la belleza de la princesa sureña. Tenía la melena salvaje de las ninfas y los movimientos suaves de una sirena, y el aire que la rodeaba parecía tener un brillo distinto al del resto del mundo, como si el tiempo se hubiera detenido, rendido ante sus encantos. Solamente cuando Leonor comprobó por el color de las mejillas de Esmeralda que estaba tan nerviosa como ella, se liberó del influjo de aquella aparición y se apresuró a darle la bienvenida, aunque sin atreverse a tocarla por miedo a que se desvaneciera en el aire.

Acostumbradas a su soledad, a las dos princesas les resultaba extraño compartir sus días con otra persona, pero pronto las risas y las conversaciones hasta el amanecer se convirtieron en algo habitual en el torreón. La voz de Esmeralda llenaba cada rincón de salitre y flores silvestres, y en la risa de Leonor, Esmeralda creía ver el reflejo del sol sobre las vides. Acurrucadas una junto a la otra, se dedicaban a fantasear con grandes amores, viajes a tierras lejanas, y fiestas en las que bailarían sin pausa durante tres días con sus noches. A veces hablaban también de su infancia, compartiendo sus experiencias de hija única, aunque en el caso de Leonor el castillo de su padre estuviera lleno de niños pequeños sorprendentemente parecidos al propio rey. La intensidad de sus historias era tal, que al final las princesas no sabían donde acababan las vivencias de una y empezaban las de la otra.

Por ese tiempo, surgió entre ellas una suerte de admiración mutua, de modo que ninguna comprendía cómo era posible que ningún caballero hubiera intentado ganarse hasta entonces la mano de la otra, tan evidentes como eran sus virtudes. Sin embargo, al final el cariño entre ambas era tan grande que dejaron de hablar de príncipes y gestas, pues a pesar del deseo de las dos princesas de abandonar el torreón en el que estaban recluidas, el sueño en el que había de sumirse Esmeralda, así como su inevitable marcha, les producía a las dos una intensa tristeza. Ambas eran conscientes de que ese día no tardaría en llegar, y el momento en el que algún caballero proclamara su deseo de desposar a Esmeralda se convirtió en una nube oscura que acechaba desde las sombras todas las demás conversaciones. A pesar de que la dote que le correspondía a Esmeralda era considerablemente menor que la de Leonor, la gesta con la que un caballero había de ganarse su mano era mucho más sencilla. Bastaba con arrebatar a los tritones la corona de coral carmesí, misión que se había vuelto mucho más sencilla después de que una facción considerable de los tritones decidiera emigrar a mares más apartados, cansados de ser masacrados año tras año por guardar unas reliquias por las que en realidad no sentían ningún aprecio.

Sin embargo, cuando finalmente llegó el momento para el que habían vivido tanto tiempo en el torreón, ninguna de las dos princesas estaba preparada. Una tarde de otoño, con la última luz del día, un caballero apareció al pie del torreón vestido con una armadura dorada, proclamando a los cuatro vientos su intención de ganarse el amor de Esmeralda. La princesa apenas tuvo tiempo de pensar que aquel guerrero tenía la voz torpe de un marinero de cantina y el pelo ralo de un anciano, antes de desmayarse en los brazos de Leonor, vencida por el destino que le había sido impuesto. Con lágrimas en los ojos al comprender que le habían arrebatado algo preciado, Leonor intentó despertar a Esmeralda por todos los medios, pero su rostro no se inmutó.

Cansada de sacudir a Esmeralda, y temiendo llegar a hacerle daño, la colocó con cuidado encima de su cama, arreglando sus ropas y su pelo para que estuviera impecable en el momento en el que tuviera que despertar. Y de este modo, Leonor volvió a su vieja soledad, más dolorosa después de conocer algo totalmente opuesto. Al principio intentó retomar los viejos hábitos y volver a pensar en caballeros de armaduras relucientes, pero ahora todo era distinto. A pesar de sus esfuerzos, Leonor terminaba siempre observando el sueño apacible de Esmeralda, hablándole sin recibir ni el más leve gesto de asentimiento.

Durante días, Leonor intentó soportar la nueva situación, pero finalmente, el peso del silencio se volvió insoportable y Leonor se derrumbó junto a Esmeralda, envuelta en torrente incontrolable de lágrimas. Nublada por una urgencia absoluta, sus labios buscaron los de la princesa dormida, persiguiendo el calor que antes no se había atrevido a desear. Sus labios estaban fríos como la muerte, pero de repente un soplo de vida se extendió por ellos. Antes de que Leonor pudiera asimilarlo, aquellos labios respondieron a su contacto, envolviendo los suyos en una prisión de seda y bayas salvajes. Los ojos verdes de Esmeralda se abrieron iluminados por una luz nueva, y las dos comprendieron que estaban en el sitio correcto. El resto del mundo se disolvió a su alrededor, mientras ellas se dedicaban a explorar con avidez aquel descubrimiento. Solamente cuando les faltó el aliento, se separaron unos instantes para contemplarse bañadas en aquella nueva luz.

Después, sin necesidad de cruzar una sola palabra, salieron juntas del torreón, que nadie se había molestado en cerrar puesto que era impensable que una princesa lo abandonara por su propia iniciativa. En el exterior, todo tenía un color distinto, más intenso de lo que ninguna de las dos recordaba. Los rayos de un sol tardío hablaban de mundos lejanos y destinos rotos.

10 comentarios:

Lau_Flaw dijo...

Mola el cuento, bueno, como todos los tuyos,vamos, pero triiiiiiiste, jeje.
En fin, por fin he actualizado el mío tmb, que ya tocaba.
En un rato me voy a fibercom, ya te contaré.
Sigue dándole a los cuentos!!

Karcoma dijo...

Soprendente cuento de princesas y armarios :)

Anónimo dijo...

Muy de agradecer esa vuelta de tuerca al mito de las princesas, ese humor encerrado en torreones y el esperado final liberador con el delicado retrato de la transgresión.

Aitor dijo...

Muchas gracias! :)

nhtg dijo...

Me ha gustado muchísimo, bravo Aitor...

NemesIsa dijo...

Es el cuento q contaría a mis nietos, aunq para cambiar el final triste y q no se traumaticen, metería una tijera a cuatro.

Aitor dijo...

Gracias!

Me guardo lo de la tijera para la versión extendida ;)

Ruth Sena dijo...

me ha gustado mucho!!! mucho mucho!! voy a leer mas ^^

Juan Humbleby dijo...

Insoportablemente bueno. Me parecío tan genial que hasta yo mismo estoy soprendido. Confieso que casi lo paso por alto. Desde el principio hasta el final y pasando por el pragmatismo de los tritones que emigran: Adoré leer esto. Sabré volver...

Gustavo Löbig dijo...

Me alegra que hayas descubierto y usado ese don particularmente puro que tienes para crear con palabras imágenes y vivencias. Estupendo cuento. Te espero por estos blogs -aunque más que cuentos tratan de polémicos temas reales- para que los enriquezcas con tus comentarios, si alguno de sus artículos te resulta interesante. Un cordial saludo desde Venezuela. Gustavo
http://raguniano.blogspot.com/
http://lobigus.blogspot.com/

Publicar un comentario