Lazos de sangre (II)

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Por supuesto, la primera vez que oí de labios de mi abuela cómo había degollado a aquel hombre, no creí que pudiera ser cierto. Era imposible que aquella mujer que había llenado mi estómago de dulces caseros y mis pantalones de remiendos hubiera asesinado a alguien a sangre fría, regodeándose en cada instante de su crimen, igualando la vida de un hombre a la de cualquier bestia. Sin embargo, aquella historia parecía lo único estable en el caos senil en el que se había convertido su cerebro, y cada detalle parecía encajar con el siguiente, hasta formar un entramado que acabó por obsesionarme.

“Guardaba la hoz detrás de un armario del dormitorio, con sangre y todo. Cuando no había nadie, la miraba y me acordaba de cómo se la había clavado en el pescuezo. Primero blandito, como cuando cortas un lomo de cerdo, y luego más duro, cuando ya le di al hueso. La veía y ya no necesitaba nada más. Ya ni me importó cuando pasó el tiempo y llegó la carnicería, y las gallinas y los corderos no me dejaban matarlos a mí.”

Aquella parte de la historia surgió un día de repente, después de una serie de comentarios apenas coherentes sobre las natillas de la residencia de ancianos. De golpe, se abrió ante mí la posibilidad de encontrar una prueba física, real, que me permitiera comprobar toda la historia. Sin poder esperar ni un solo día, conduje hasta el pueblo de mi abuela, en un estado de ansiedad que bien podía haber hecho que mi historia terminara en alguna cuneta. Cuando finalmente llegué, ignoré la decadencia generalizada del pueblo, los aperos oxidados junto a los portales, y los movimiento de cortinas en las casas vecinas. En mi mente sólo había sitio para el viejo caserón de mis abuelos y los secretos que había escondido durante toda una vida. Con la excitación de un iluminado, empecé a rebuscar en aquel dormitorio lleno ahora de polvo y telarañas. El contenido de armarios y cajones se encontraba ya tirado a mis pies cuando oí aquel ruido metálico, y tuve la certeza de que todo era cierto.

Los días que siguieron fueron la crónica de una caída al abismo. Poco a poco fui perdiendo interés en nada que no fuera la hoz que había encontrado, sus manchas de sangre, y la historia que contaban. Al fin y al cabo, tampoco tenía mucho más en lo que concentrarme. Términos de divorcio, un apartamento vacío, llamadas de Mónica (mi amante, o ex-amante, o lo que fuera aquella mujer en aquel momento). Incluso el trabajo dejó de parecer motivo suficiente para salir de casa.

En contraste con mi vida llena de fracasos y mediocridad, aquel arma contenía la clave de un recuerdo tan intenso como para permitirle a mi abuela aferrarse a él durante más de medio siglo, haciendo soportable incluso la decadencia y la soledad de una residencia de ancianos. Empecé a imaginar cómo sería disponer de un recuerdo así, y como si se tratara de una consecuencia lógica, empecé a imaginar cómo sería asesinar a alguien. La sangre, los temblores. Todo lo que mi abuela había descrito. Poco a poco, las fantasías se convirtieron en planes, llenándome de una excitación que nunca antes había sentido. No podía dormir, apenas comía. Sentía como si estuviera a las puertas de algo más grande de lo que había vivido jamás, y cada una de las células de mi cuerpo vibraba con la anticipación.

En un principio pensé en asesinar a un vagabundo, alguien en cuya muerte nadie se molestaría demasiado en escarbar. Incluso decidí contárselo a mi abuela, con la esperanza de que de alguna forma, mis palabras llegaran hasta su consciencia y pudiera sentirse orgullosa de mí. Sin embargo, en cuanto volví a verla, tan desvalida y cercana a la muerte, sin reconocerme siquiera, supe que lo que realmente debía hacer era concederle un útlimo regalo de despedida.

Convencer a las enfermeras de que me dejaran llevarla de excursión a ver por última vez la tumba de su marido fue fácil. Incluso me prestaron una silla de ruedas, y me ayudaron a vestirla con su mejor vestido (de lunares, como siempre la recordaba, aunque a esas alturas su cuerpo parecía haber empequeñecido y casi parecía una niña jugando con la ropa de su madre). Poco después, mi abuela estaba sentada en el salón de mi apartamento, murmurando sobre el tacto de la sangre, sin ser demasiado consciente de dónde se encontraba.

Elegir víctima tampoco fue difícil. Durante los últimos días, la indiferencia hacia Mónica se había convertido en un odio feroz, cuyo origen no podía ser sino sus constantes interrupciones en aquellos momentos de trascendencia, y además, existía un cierto paralelismo con la víctima de mi abuela que no podía ser sino una señal.

Mónica llegó unas horas después, feliz de que hubiera accedido por fin a encontrarme con ella. Cuando la vi cruzar la puerta, con sus andares torpes y su sonrisa de perro abandonado, tuve que reprimir los impulsos de acabar con su vida en la misma puerta. Las manos me temblaban, pero su diminuto cerebro no pareció darse cuenta, y me abrazó, y me besó en el cuello, y en los labios, sin ninguna idea de lo que le esperaba. Un escalofrío de placer me recorrió al pensar que el mío iba a ser el último cuerpo que tocaría.

Cuando se separó de mí, la acompañé al salón, dónde se quedó mirando a mi abuela con la misma mirada de incomprensión que la anciana le devolvía. Ignorando sus preguntas, cogí con fuerza la hoz que había dejado preparada en el salón, preguntándome por un segundo si con el paso del tiempo, la sangre de Mónica se distinguiría de aquella otra que marcaba la herramienta desde hacía cincuenta años.

Después, la adrenalina nubló todo. El golpe que debería haber segado su cuello se topó con sus manos. Sangre y gritos de dolor. Volví a intentarlo, pero esta vez sólo conseguí alcanzar su brazo. Más gritos, y la indignación de que aquella mujer tuviera la vergüenza de seguir viva. Luego vino el forcejeo, los nervios, y mis pies tropezando contra la mesa. Mi espalda golpeó el suelo con fuerza, y sentí una sensación extraña, un calor acogedor concentrado en mi cuello.

En cuanto intenté tocar con mis manos el orígen de ese calor, la sangre cubrió mis dedos. Oscura. Densa. Mónica estaba saliendo del piso tambaleando y gritando alguna última maldición, pero mis pulmones se estaban llenando de sangre y ya nada tenía importancia. Respirar se había vuelto imposible, y podía notar como la sangre salía también por mi boca, formando burbujas al mezclarse con los últimos soplos de aire.

Lo último que vi fue a mi abuela, riendo. Puede que no entendiera quién era yo, ni qué estaba pasando, pero la muerte seguía haciéndola feliz. De alguna forma, había sacado fuerzas para arrastrarse hasta el charco de sangre que se había formado a mi alrededor, y ahora aplaudía como una niña, con mi sangre salpicando sus manos, su cara hundida, y su viejo vestido de lunares.

Le sonreí una última vez, y después, cerré los ojos.


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Lazos de sangre (I)

“Cortarle la garganta a un hombre era mucho mejor que sacrificar cerdos. La sangre cayendo a borbotones, como en la fuente del pueblo. Los ojos muy abiertos, sin entender nada, y ese ruidillo que salía de su boca al intentar hablar…”

Mi abuela Antonia había pronunciado aquellas palabras de repente, con una risa de niña traviesa que hizo que un escalofrío recorriera todo mi cuerpo. Después, su mirada había vuelto a apagarse, y las preguntas que siguieron se rompieron contra un muro de ausencia. Aquel día, mi abuela no volvió a hablar.

Por aquel entonces, mi abuela tenía cerca de ochenta años y sobrellevaba una vejez solitaria en una residencia de ancianos razonablemente deprimente, alternando su estado natural apenas consciente con instantes puntuales de lucidez relativa. Sus brazos rollizos hacía tiempo que habían perdido la batalla a la edad, y ahora se escondían debajo de una bata más propia de un hospital, sobre la que solía quedar alguna migaja de lo que en aquel sitio hacían pasar por comida.

Después de tantos años sin visitarla, no dejaba de ser un tanto hipócrita sentir lástima, pero verla en aquellas condiciones me resultaba inevitablemente doloroso. La amenaza oscura de mi futura vejez solitaria también estaba sentada con nosotros en aquellos sillones verde oscuro, pero no tardó en esfumarse junto con cualquier otro sentimiento al oír aquellas palabras.

“Mucho mejor que sacrificar cerdos”.

Después del impacto inicial, pronto decidí que tenía que haber entendido mal, o que debía tratarse de alguna historia que le habían contado de pequeña. Quizás incluso de una película que por alguna razón se había quedado atascada en su subconsciente. Al fin y al cabo, para mí, la abuela Antonia significaba largos viajes hasta el pueblo por carreteras secundarias y vestidos azules de lunares, abrazos asfixiantes y, sobre todo, un intenso olor a canela. Mezclar aquellos recuerdos con fuentes de sangre era tan absurdo como imaginarse a Jack el Destripador amaestrando cachorritos.

Aún así, aquellas frases habían despertado lo suficiente mi curiosidad como para convertir mi visita puntual en un destino habitual a lo largo de las semanas siguientes. De todas formas, tampoco es que tuviera muchas más cosas que hacer. En aquel momento, yo estaba a punto de cumplir los treinta, y había conseguido acumular en tiempo record un retoño de dos años, regalo sorpresa para mi fin de carrera, una boda a toda prisa, y un divorcio casi igual de rápido.

Aunque las cosas siempre son más complejas, el detonante del divorcio había sido un affaire tonto y no demasiado gratificante con una amiga de mi mujer, y aunque cualquiera con dos dedos de frente podía haberse imaginado la historia completa el día de mi boda, no por ello el sentimiento de culpa era menos intenso. En realidad había más sentimientos entremezclados, entre ellos una cierta sensación de alivio y algo de hastío mientras ignoraba las llamadas de la que hasta entonces había sido mi amante, pero era sin duda la culpa con la que mi cerebro se sentía más cómodo. También la que me había impulsado a enmendar antiguos errores, empezando por mi abuela.

Desde luego, lo último que esperaba cuando comencé aquellas visitas, era descubrir un lado grotesco en la sombra de aquella mujer entrañable, pero éste fue haciéndose más y más patente según avanzaron las visitas. Dudo de que mi abuela fuera demasiado consciente de qué secretos estaba contando, o de a quién se los revelaba, pero poco a poco, entremezclados entre el resto de sus declaraciones con la naturalidad de quién no ve nada malo en ello, fueron saliendo a la luz retazos de que yo me encargaba de entretejer, intentando entender la historia completa.

Según fui descubriendo, mi abuela había empezado a obsesionarse con la muerte desde joven. Le gustaba observar los últimos espasmos de los pollos que después su madre desplumaba, o la sangre densa borboteando de la herida de cerdos y corderos sacrificados. Era ella la que se encargaba de estas tareas siempre que se lo permitían, disfrazando el placer que obtenía detrás de una máscara de eficiencia y espíritu práctico.

Con el tiempo, no fue suficiente con matar animales, y empezó a preguntarse cómo sería acabar con la vida de un ser humano. Para ella fue una evolución natural, un paso lógico sin implicaciones morales que analizar. Por aquel entonces, mi padre ya había nacido, y por la cronología que llegué a deducir, es posible que incluso mi tía estuviera ya en el vientre de mi abuela en el momento del incidente.

Fue un día normal, sin nada que lo diferenciara de cualquier otra jornada rutinaria en el pueblo. Después de limpiar la casa y ordenar las camisas de su marido, dejó a los niños con su hermana y se fue al monte. En su hatillo llevaba una hoz afilada, la misma que su padre había utilizado esa misma mañana para segar el trigo.

Al parecer, a pesar de no haberse perdido jamás una misa de domingo, los sermones sobre la pureza y la monogamia no habían calado demasiado hondo en mi abuela, y no era la primera vez que utilizaba un paseo para mantener encuentros ilícitos con algún hombre del pueblo. En aquella ocasión fue un pastor de la región, sin más rasgos distintivos que la urgencia en sus parcas palabras, ni más razones para merecer la muerte que el simple hecho de existir.

Se reunieron, probablemente no por primera vez, en una cueva convenientemente apartada de cualquier camino, sin más lecho que las piedras. Allí, mientras aquel hombre rudo se retorcía contra ella, mi abuela sacó con cuidado la hoz y, con las mismas manos que años después utilizaría para revolverme el pelo, le rebanó la garganta. Durante todo el tiempo, mantuvo los ojos muy abiertos, para no perder ni un detalle del rostro de su víctima, ni de sus movimientos ya inútiles, ni de la sangre, que caía a chorros sobre el cuerpo desnudo de mi abuela.

Como en la fuente del pueblo.

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