Despedidas

Sin quitarse los auriculares, saludó a la azafata con un pequeño asentimiento de cabeza, y esperó mientras el señor de delante luchaba por encajar su maleta en un hueco demasiado pequeño. Cuando el camino quedó libre, avanzó unos metros, y se sentó con gesto cansado. 31B. El asiento del pasillo estaba vacío, el de la ventanilla estaba ocupado por la ausencia de Sofía. Suspiró. No hacía ni dos días que habían echado el polvo de despedida. Un abrazo. La melancolía controlada de lo inevitable. Una última foto de su tatuaje en forma de paloma, de su cuello perfecto y sus ojos marrones.
-Azules.
-¿Perdona?
-Azules. Mis ojos eran azules -su fantasma hablaba en voz baja, sin apartar la mirada del sudoku. Le faltaba poco para terminarlo-. La que tenía los ojos marrones era la anterior.
-Ah, sí. Es verdad -un poco avergonzado por su error, cambió el color en su recuerdo, y aprovechó para ajustar la iluminación de la habitación para que encajara mejor con la hora a la que había ocurrido-. Ya me perdonarás, sabes que se me da fatal acordarme los detalles.
-Tranquilo. Es normal.
Como siempre, ella bebía cerveza sin alcohol. Solía decir que era porque tenía menos calorías, mientras él miraba su cuerpo liso como si estuviera loca. Por lo menos no le ponía mala cara después de la segunda pinta de Guiness. En ese sentido, el año anterior había sido mucho peor. También en los otros sentidos, en realidad. Más peleas, y menos sexo. Aunque por alguna razón, le había costado más subirse al avión. 

Se incorporó un poco, y miró hacia atrás. Ahí estaba. Él mismo, mirando por la ventana con los ojos llorosos hacía exactamente 365 días. Pensó acercarse a saludarle, pero tampoco sabía muy bien qué decirle. Las azafatas empezaron la misma demostración de seguridad que había oído ya decenas de veces. Abrió la revista de motociclismo que había comprado en el aeropuerto, y empezó a pasar páginas sin prestar demasiada atención. Otro recuerdo vino a su mente, pero no consiguió ubicarlo. Una especie de revelación mientras ella le despedía en el aeropuerto. Olor a canela. Una minifalda de flores.
-Estas mezclando todo otra vez -ella había terminado el sudoku, y ahora sonreía satisfecha mientras miraba por la ventanilla-. La falda y la canela fueron la despedida de hace dos veranos. Aquella chica de la panadería, la que se reía de todos tus chistes como si tuvieran gracia. La escena en el aeropuerto no será hasta el año que viene.
-Tienes razón, por supuesto. El año que viene -de repente se sentía tremendamente triste. Cogió aire para hablar, pero lo contuvo en el último momento.
-Suéltalo. ¿Qué te pasa?
-No sé. Es difícil de explicar. He estado tantas veces en este mismo avión, pensando las mismas tonterías... Siempre creo que la próxima vez que despegue, el mundo habrá cambiado. Así que sigo adelante, creyendo que avanzo, que elijo cosas distintas. Y aún así, al año siguiente me encuentro haciendo el mismo viaje, descubriendo que los nuevos fantasmas son idénticos a los viejos. Simplemente me resulta complicado encontrarle sentido a todo el asunto.
-¿Quién ha dicho que tenga que tener sentido?
-Supongo que nadie. Pero me sigue pareciendo algo terrible que después de todos mis errores, vaya a volver a cometer el mismo el año que viene.
-Quizás no sea el mismo. Quizás sólo sea un error muy parecido -seguía sin mirarle, pero su sonrisa se había ampliado todavía más, como hacía cuando él decía tonterías estando borracho. No pudo evitar sonreír también, sintiendo un pequeño pinchazo de nostalgia.
-No sé si te lo han dicho alguna vez, pero se te da fatal consolar a la gente.
Su ausencia se encogió de hombros, y el avión empezó a desplazarse hacia la pista de despegue. Otra cosa que nunca cambiaba. La tensión al notar que aquel trozo gigante de metal se separaba del suelo. La mano apretando suavemente el reposabrazos mientras fingía normalidad. Giró la vista hacia el otro lado del pasillo para ver cómo lo llevaría el año que viene, pero su asiento había sido ocupado por una señora mayor. “Qué raro”, pensó frunciendo el entrecejo, pero no le dio demasiada importancia. El avión acababa de separarse de la pista, así que contuvo el aliento, y miró por la ventana, viendo como la ciudad empezaba a alejarse poco a poco.

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Por Aitor Villafranca (@avillafranca_)
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Zodiaco


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ZODIACO - Aitor Villafranca
Premio de novela de Narrativas Oblicuas

Leo, un joven que todavía no ha llegado a la treintena, vive solo en su apartamento, donde también trabaja traduciendo anodinos prospectos farmacéuticos. Desde que su novia Virginia lo abandonara, vive ahí encerrado sin prácticamente salir a la puerta de la calle, ensimismado en su propia desesperación. Para colmo, desde el apartamento de al lado, no para de escuchar gemidos de gente follando recordándole sus propias carencias. Cuando cree identificar las voces de las chicas que visitan el piso contiguo, su vida comienza a adquirir un tinte difícil de explicar.

“Aitor Villafranca consigue construir en esta novela breve una hipnótica narración sobre el deseo, la melancolía y el desaliento con una arrebatadora cadencia en las que el misterio y el relato psicológico conviven a la perfección.”

Ya a la venta en librerías, amazon, y en formato electrónico. También se envía fuera de España.
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Santuario

NOTA: Este relato ha sido escrito utilizando 20 palabras aleatorias sugeridas a través de twitter: Milenarismo, pene, santuario, granadina, guarida, hipoglucemia, mandingo, avellana, sombrero, cierzo, pendiente, drama, soltera, sombrilla, mosquito, cocotero, aldea y cortina.



SANTUARIO


Echo de menos la vida antes del segundo advenimiento de Cristo. Cuando el milenarismo era una palabra en boca de locos, y nadie pensaba que aquel tipo con túnica blanca pudiera reaparecer y jodernos la vida durante mil putos años, amenazando día y noche con el juicio final que vendría después. Echo de menos los días en los que existía la muerte, y el aire no estaba atestado de almas pendientes de veredicto, volando de un lado para otro sin control cada vez que se levantaba el cierzo.

Reconozco que era una mierda pasar noches en vela pensando que la vida no tenía sentido, o tener que preocuparse de cosas mundanas, como la hipoglucemia en los análisis médicos de tu madre, o el hecho de que tu compañera de piso estuviera otra vez soltera, y se tragara los capítulos de Sexo en Nueva York a la misma velocidad que las tarrinas de helado de chocolate. Supongo que la salvación y la vida eterna son un buen cambio, pero aún así no puedo evitar recordar con cariño las pequeñas victorias frente a la mortalidad. Las noches de borrachera, los cuadros sobre amantes atormentados, el sexo.  

“Un día construiré un santuario para tu pene” recuerdo que me dijo Fernando en una ocasión, después de pasar todo el día follando, escuchando música, y atacando desnudos los restos de comida china del frigorífico. “Se convertirá en la religión universal. La gente vendrá de todo el mundo para adorarlo, pero yo seré el sumo sacerdote, así que nadie excepto yo podrá tocarlo”. Solía decir cosas así, mientras yo le miraba con la sonrisa torcida, no muy seguro de si era tierno o solamente raro.

No sé por qué acabó. Quizás porque bebía vodka con granadina, y café con sabor a avellana. O porque llevaba un sombrero que podría haber pertenecido a su abuelo, y se agujereó el lóbulo derecho para ponerse un pendiente de niñato de extrarradio. A veces me avergonzaba presentárselo a mis amigos, y otras veces yo me sentía estúpido cuando los suyos hablaban de partículas subatómicas, o de una película del año 75 sobre esclavos y plantaciones que se llamaba “Mandingo”. A pesar de todo, duramos casi un año. Exactamente once meses, antes de los gritos, los cuernos, y el drama. Antes de aquella escena patética y sobreactuada, en la que rompimos el escaparate de la agencia de viajes a la vez que nuestra relación. Todavía recuerdo la mirada vacía de los maniquís, sentados en sus tumbonas entre sombrillas y cocoteros de cartón, disfrutando de la vida en alguna aldea tropical que ya nunca visitaríamos.

Al día siguiente, el maldito Salvador apareció en la televisión por primera vez, y todas las reglas cambiaron. Resulta que al parecer Dios no odia especialmente a los homosexuales, aunque sí a los gordos, los zurdos y los payasos. También a los que incumplen los pecados capitales, así que decidió ponérnoslo fácil, y nos arrancó de cuajo el deseo sexual, el hambre, y la necesidad de dormir. Ésa ha sido mi vida durante los dos últimos siglos, una sucesión de días anodinos, sumando décadas vacías, con la certeza de que al final la salvación eterna merecerá la pena.

Finalmente ayer, después de ciento cincuenta años en la lista de espera, tuve la ocasión de que Jesucristo me concediera audiencia. Tuve que viajar hasta Italia para verle. Supongo que las ruinas de templos, circos y acueductos le hacían recordar los viejos tiempos. En aquella ocasión, había llevado el voto de pobreza hasta un nuevo extremo, y se alojaba en un sótano que perfectamente podría haber sido la guarida de un ladrón o un drogadicto. Madera cubierta de moho, sillas oxidadas, una cortina echa jirones. Estaba rodeado de decenas de almas que revoloteaban intranquilas en torno a él, intentando sin éxito llamar su atención. Él, sin embargo, tenía la mirada fija en un mosquito que caminaba por la palma de su mano. Le sonreía embelesando, quizás feliz de tener otra criatura a la que perdonar sus pecados.

Después de tanto tiempo esperando aquel momento, había memorizado una lista de preguntas que hacerle, diseñadas al milímetro. Todo lo que no entendía, todo lo que creía que estaba mal. Diez minutos en los que condensar todas mis dudas, y bañarme en la luz del conocimiento divino. Sin embargo, cuando apoyó su mano en mi hombro, y me sonrió,  todo mi cuerpo recordó de repente aquella forma en la que Fernando me abrazaba por la noche. El brazo derecho apretando mi pecho como si fuera a escaparme, su piel pegada a la mía por sudor y restos de semen. Sin pensar en lo que estaba haciendo, interrumpí la pregunta que había empezado a formular, y le di un puñetazo en la cara a Jesucristo. Antes de que pudiera levantarse del suelo, ya había salido de la habitación.


Puede que los 800 años de remordimientos que me esperan sea un precio un poco excesivo por aquel momento de satisfacción, por no hablar de la condenación eterna cuando todo esto acabe. Aún así, a veces imagino a Fernando riéndose de mí, revolviéndome el pelo como a un niño travieso antes de levantarse a por otro condón, y una parte de mí, se alegra de haberle partido la cara a nuestro salvador.

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Por Aitor Villafranca (@avillafranca_)
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