La soga

La soga

La familia de Héctor Keres nunca había tenido una esperanza de vida demasiado alta. En realidad, dada su tendencia a morir con menos de un cuarto de siglo, casi parecía un milagro que hubieran conseguido mantener la línea de su descendencia hasta nuestros días. Aunque bien pensado, las moscas también lo habían conseguido, y ellas apenas tenían unos días para procrear.

Además, por si fuera poco, las muertes en la familia de Héctor rara vez eran accidentales. No había guerra en la que no hubiera muerto algún Keres, ni tribunal que no les hubiera sentenciado a la pena capital. Quemados vivos por la inquisición, guillotinados en la revolución francesa, ahorcados en Texas. Sus obituarios servirían como catálogo de muertes violentas a cualquier historiador.

A sus veinte años, Héctor era por tanto el único superviviente de una saga condenada de antemano, y él era dolorosamente consciente de ello. Cuando él era apenas un niño, su padre había sido asesinado por el vecino de abajo, que había perdido el juicio por culpa de unas goteras que nadie parecía ser capaz de detener. Unos veinticinco antes, su abuelo había dejado el mundo en similares circunstancias, después de dejar embarazada a la hija de un general excesivamente protector, al igual que su bisabuelo había acabado en una fosa común, después de transgresiones mucho menos placenteras.

Todo esto se lo habían hecho saber a Héctor desde pequeño, convirtiéndole en un ser tímido, temeroso de romper ninguna regla, con una amabilidad casi servil con la que intentaba evitar a toda costa caer mal a alguien, desencadenando así una serie de acontecimientos que le hicieran reunirse con el resto de su árbol genealógico. Cada riesgo era calculado de antemano, cada interacción diseñada al milímetro.

Quizás por eso, Héctor estudió psicología, y quizás también por eso, cuando su compañera de clase insistió por tercera vez en invitarle a cenar, tuvo miedo de volver a rechazarla. Sólo cuando se descubrió desnudo junto a ella, se le ocurrió a Héctor que quizás estaba tomando más riesgos de los que pensaba.

-¿Y a qué se dedica tu familia? –se le ocurrió preguntar a Héctor, recordando la historia de su abuelo. El control de daños era importante

-No te asustes, pero mi familia tiene una funeraria desde hace un montón de generaciones.

-Una pena que no puedan conocer la mía –Héctor sonrió-. Creo que nuestras familias se habrían llevado bien.


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Foto y texto por Aitor Villafranca

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