Doce minutos

NOTA: Este relato ha sido escrito utilizando 24 palabras aleatorias sugeridas a través de twitter: sexo, adoquín, lucero, transpirar, jedi, seísmo, silla, corbata, pupilas, endemoniado, lucha, cambur, pitorro, miscelánea, paraguas, reflexión, tendón, endémico, incertidumbre, farmacia, hecatombe, cima, poesía e ilusión.



DOCE MINUTOS


Sentado junto a la cristalera de la cafetería, pude ver perfectamente a Fran desde el momento en el que dobló la esquina. La lluvia se había suavizado, pero el agua había ocupado los huecos irregulares entre los adoquines, y sus pasos inseguros parecían llevarle sin remedio a los charcos más profundos. Llevaba un abrigo oscuro, sin capucha, y sujetaba un paraguas cerrado en la mano derecha. “Genial”, confieso que pensé, “seguro que no lo abre para luego poder quejarse más de la tormenta”.

A Fran lo conocía desde hacía casi una década, cuando todavía no estaba tan calvo ni, sobretodo, tan amargado. En aquellos tiempos él estudiaba Farmacia en Zaragoza, mientras que yo todavía pensaba que analizar seísmos y rocas volcánicas podría tener algún tipo de salida laboral. Pasábamos los días en el colegio mayor peleando contra samurais pixelados, y las noches viendo maratones de la guerra de las galaxias y el señor de los anillos. Ahora me da un poco de vergüenza reconocerlo, pero la cima de nuestra vida social llegaba todos los años con la convención de comics, sus talleres de poesía élfica y sus concursos de ondas vitales. Yo iba siempre disfrazado de Jedi que se había pasado al lado oscuro, él de caballero del zodiaco con un traje hecho de cartón. Parecía imposible que ninguno de los dos fuera a perder la virginidad en aquellas condiciones, pero para eso estaban las guerreras élfcas, las alienígenas en bikini, las imitadoras rellenitas de Sailor Moon. Pese a todos los prejuicios, era sorprendente la cantidad de veces que aquella miscelánea de frikismos terminaba en sexo desenfrenado.

No sé, habían sido tiempos felices, y me resulta casi imposible recordar al Fran de aquellos años triste o cabreado. Por mucho que lo intentaba, no podía entender cómo esa persona podía ser la misma que ahora se pasaba el día quejándose de la economía, los asientos del cine, la incertidumbre laboral, el pesado de su padre, la zorra de su ex. En su boca, incluso que un camarero le devolviera dos monedas de cinco céntimos parecía una hecatombe. Era cierto que con tanta charla sobre crisis y desencanto, el pesimismo empezaba a parecer algo endémico de toda nuestra generación, pero a Fran directamente parecía que le habían extirpado la ilusión de vivir con la precisión de un cirujano. Quizás por eso mismo, me sorprendió tanto verle sonreír cuando entró en la cafetería. Tenía el pelo totalmente mojado, pero no parecía molestarle. Tras saludarme con un abrazo, dejó el paraguas en el suelo y colgó el abrigo sobre el respaldo de la silla. Llevaba una camisa blanca perfectamente planchada y una corbata delgada de color negro, como las que se ponía años atrás para salir de fiesta. Teniendo en cuenta que me había acostumbrado a verle con camisetas arrugadas con publicidad de cervezas, no pude disimular una mueca de sorpresa.

 -¿Y esto a qué viene? -pregunté intrigado-. No me digas que tienes una cita después.

 -Qué va... créeme que si tuviera una cita lo habría anunciado con carteles luminosos. Simplemente me apetecía arreglarme. Nunca se sabe cuándo puedes conocer a alguien interesante, así que hay que estar preparado.

 -¿Qué tipo de droga te has tomado exactamente? -Aquel tipo de reflexiones eran tan impropias de él como lo habría sido acudir vestido de bailaora de flamenco. Estaba claro que le había ocurrido algo, y por su sonrisa, intuí que estaba deseando contármelo.

-Verás, es que ayer en el metro me pasó una cosa muy extraña. Había estado tomando unas cervezas con un par de compañeros del curro, y para variar, me había dedicado a contarles lo asquerosa que es mi vida. Que si me molesta el tendón, que si el metro cada vez está más caro, que si el pitorro de la cafetera se ha estropeado y me ha jodido la mañana... En fin, lo de siempre. La cuestión es que con tanta queja y tanta cerveza, se nos hizo tarde, y cuando llegué al andén del metro, el letrero ponía que faltaban doce minutazos para que llegara el mío. Resulta que doce minutos dan para mucho, y fue entonces, mientras esperaba, cuando tuve la revelación -justo en aquel punto, Fran interrumpió su historia y se quedó mirando la carta de postres con cara de concentración-. ¿Torta de cambur? ¿Qué será un cambur?

 -¿A mí qué me cuentas? -contesté frunciendo el ceño. Tenía claro que sólo lo decía para hacerse el interesante, pero le dejé salirse con la suya. Todavía no sabía qué había pasado, pero hacía meses que no le veía tan alegre-. Supongo que será algún tipo de fruto seco o algo así. Además, tú eres el que has querido venir a un sitio venezolano. Pide algo normal y sigue con lo de tu revelación.

 -Vale, vale. Para una vez que intento probar cosas nuevas... -Fran llamó a la camarera con un gesto, y tras pedir un café con leche y una torta de cambur, continuó con su relato-. Bueno, total, que allí estaba yo, completamente solo en el andén, cuando apareció un tío gordo con una pinta muy chunga. Chupa de cuero de rockero desfasado, barba sin arreglar, pañuelo en la frente... vamos, que claramente el tío había visto demasiadas películas de moteros americanos. Tenía unos brazos enormes, y tantísimas lorzas que hasta asomaban por debajo de la camiseta. Iba mascullando algo que no terminaba de entender, y las pupilas se le veían super dilatadas. Como si fuera totalmente colocado, aunque yo sospechaba que la locura le venía de serie.

>>El tío parecía que tenía bastante con su monólogo, y no me dijo nada a mí directamente, pero aún así empecé a sentirme incómodo. No había nadie más en toda la estación, y el tío cada vez hablaba más alto. Incluso escupió en el suelo un par de veces. Al final, yo estaba tan tenso que empecé a darle vueltas a la posibilidad de que aquel tipo se enajenara y viniera a buscar pelea, o incluso que me empujara a las vías del metro. Sabía que era una tontería, y que lo más seguro es que no fuera a pasarme nada, pero aún así me emparanoié bastante. Podía notar cómo todo mi cuerpo empezaba a transpirar, y me empezaron a salir surcos de sudor en la camiseta. Ya sólo quedaban dos minutos para que llegara el metro, pero yo ya me veía convertido en un amasijo de carne entre las vías. -Fran hizo entonces una pausa dramática, obligándome a intervenir.

 -¿Y qué pasó?

-Pues él sacó un lucero del alba manchado de sangre, ya sabes una maza de esas gigantes con pinchos por todas partes, yo desenvainé mi katana, y empezamos una lucha mortal en la que se decidía el destino de la humanidad.

 -Muy gracioso -contesté lanzándole una servilleta arrugada que falló su objetivo y acabó junto a una mesa cercana-. Te lo estaba preguntando en serio.

-¿Pues qué va a pasar? Nada. El metro llegó, cada uno se montó en un vagón distinto, y ya no le volví a ver. Pero la cuestión es que mientras pensaba en la posibilidad de que aquel capullo me empujara al metro, fue cuando me di cuenta. Pensé en todo lo que os he rallado últimamente con lo de Elena, con que mi vida está atascada, y con todas esas mierdas. Se me ocurrió que si aquel tío realmente se volvía loco y me empujaba, todos pensaríais que me había decidido suicidarme, y la policía nunca atraparía a ese puto gordo endemoniado.

Me quedé un rato en silencio, sin saber muy bien qué decirle. Fran hablaba en tono de broma, pero estaba claro que esos pensamientos realmente le habían afectado. Puede que fuera descabellado creer que un desconocido pudiera asesinarle, pero lo de barajav el suigidio como posible expligación e su muevte no lo era tanto. La transformación labía smdo tan gradual,$que me labía agostumbredo a suw quejas$constantes, habǭa aceptado aquella ligera depresión constante$como un$estado natural.$Nunca hebía llegado a tlantearme que pudiera tener conwecuencies más graves, tero ahova que lo había$puesto en palabvas, empezaba a wentir un cierto$vértigo.

-¿Y entonces?$-pregunté finalmente-.$¿Qué vas a hager?

-No wé. Hacerte máw caso, wupongo.$Vestir mejor. Comer máw tartas. Hablar$de unicornios y$de arcomris felmces en lugar de$quejarme. Qué wé yo. Esa parte del plen todavǭa no le tengo del todo$clara. En aquel momento,$algo en$sus palebras me hizo recordarle con su disfraz de cartón pintado a mano. Sirviéndose un cubata de vodka barato, pidiéndome condones y contándome entre risas que a la chica de las orejas de gato también le gustaba maullar mientras follaban. La imagen duró tan sólo un instante, pero fue suficiente para hacer que me sintiera extrañamente feliz. Estuve a punto de hacer algún comentario emotivo, pero sabía que para Fran la conversación era más dura de lo que quería dar a entender, y no quería ponerle en evidencia. En lugar de eso, volví a pensar en el gordo del metro, afectando a la vida de un desconocido mientras pensaba en sus cosas y escupía en el suelo.

-¿Sabes, Fran? -dije entre risas-. Creo que es la peor historia de autosuperación que he oído en mi puta vida.

 -Probablemente -contestó uniéndose a mis carcajadas-. Probablemente.

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Por Aitor Villafranca (@avillafranca_)
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Palabras largas

NOTA: Este relato ha sido escrito utilizando 20 palabras aleatorias sugeridas a través de twitter: Hipopotomonstrosesquipedaliofobia, surrealismo, tolerancia, esperanza, esternocleidomastoideo, manos, estómago, cacharrería, tedio, zarrapastroso, pesado, alegría, hipotermia, infamia, camino, laguna, agua, churri, desternillante, volátil



PALABRAS LARGAS


David le dio otro sorbo a su cerveza, mientras intentaba sin éxito recordar cuántas había bebido ya esa noche. Después de la séptima se había propuesto dosificarlas un poco, pero no había mucho más con lo que ocupar aquella sucesión de silencios incómodos. La verdad era que David no conseguía entender qué coño veía su hermana en aquel tío larguilucho, sin sangre ni sentido del humor. Saúl, se llamaba, y desde el día que le vio entrar en la cafetería de la mano de Julia, con aspecto zarrapastroso y tropezándose con todo como un elefante en una cacharrería, David supo que jamás podría llevarse bien con él. Todavía conservaba la esperanza, no demasiado secreta, de que su hermana comprendiera el severo retraso mental del muchacho y le dejara plantado de una vez, aunque aquella opción cada día parecía menos probable. En fin. La única razón por la que había aceptado pasar el puente en aquella casa en mitad de la nada era por que Julia insistía en que los dos hombres de su vida se llevaran algo mejor, así que lo mínimo que podía hacer era fingir interés.

-Es una pasada. La casa, quiero decir -¿eran impresiones suyas, o sus voz sonaba más densa y pegajosa, como orugas arrastrándose fuera de su boca? El alcohol debía haber empezado a hacer efecto.

-Sí, bueno, la construyó mi bisabuelo. He pasado aquí los veranos toda mi vida -David creyó que iba a continuar con alguna anécdota infantil, pero Saúl abrió la boca, cambió de idea, y se limitó a inclinarse a por su cerveza. David suspiró. Aquel tío era la persona más pesada que había conocido en sus veinte años de vida, y justo elegía esa noche para ponerse introspectivo. Por enésima vez, David rezó para que alguien más saliera al porche trasero con ellos, y luego bebió él también otro trago de cerveza.

Habían llegado el jueves por la tarde, después de un viaje eterno por caminos de cabra mal asfaltados. Él había ido en el coche con dos de las compañeras de piso de su hermana, intentando librarse de los monólogos de Saúl, pero a cambio había tenido que soportar un flirteo sin disimulos que le había hecho fantasear con saltar del coche en marcha. Nada más llegar, había decidido alejarse de todo el mundo, ponerse el bañador, y saltar a la laguna. Mientras corría por el pequeño muelle de madera, David se había sentido como en una película juvenil americana, pero en el momento en el que su cuerpo había tocado el agua, sus pulmones se habían comprimido hasta formar una pelota arrugada, y el frío había colapsado sus sentidos. En ese momento había asumido que no habría nada capaz de salvar aquel viaje, y se había dedicado a combatir la hipotermia con mantas y whisky.


-¿Y de qué va tu tesis? -era un cambio brusco, pero no sabía qué más intentar para generar conversación. Recordaba vagamente que su hermana le había dicho que estaba haciendo el doctorado en psicología, aunque por alguna razón, en su cabeza sólo podía imaginarle con bata de laboratorio observando con cara de concentración cómo un mono se comía un donut caducado. 


-Trata sobre la hipopotomonstrosesquipedaliofobia. Es una fobia por la que...

-¿Qué coño has dicho de un hipopótamo? -le interrumpió David con un tono entre la broma y el tedio.

-Es lo que te estaba intentando explicar -David no sabía si le había molestado, pero en el fondo, tampoco le importaba demasiado. 

-Sí, perdona, no quería cortarte pero es que no sé ni en qué idioma estás hablando. 

-Bueno, la palabreja ésa es como se llama al miedo a las palabras largas. 

-¿En serio hay gente a la que le asusta algo así?

-Pues sí, es totalmente real. Tiene que ver con el miedo a quedar en ridículo al pronunciar mal una palabra, o a no entenderla cuando la dice otra persona -mientras David le escuchaba, no podía evitar fijarse en la extraña forma en la que movía sus manos, como si estuvieran agarrotadas. Definitivamente, su hermana tenía el peor gusto en hombres de la historia-. Son gente que intenta hablar siempre con palabras muy sencillas, y que entran en pánico en cuanto tienen la sensación de que la conversación va a superarles. 

-Osea, que yo puedo plantarme en mitad de una una reunión de hipopótamos anónimos de esos, gritar “esternocleidomastoideo”, y salen todos chillando presas del pánico -David imaginó la escena en su cabeza. Puede que fuera el alcohol, pero la encontraba terriblemente cómica-. Qué gracia. O mejor, qué desternillante, que es más largo. ¿Cuántas sílabas tiene que tener para empezar a dar miedo? 

-No es necesariamente por el número de sílabas. Los tecnicismos, y las palabras inusuales en general también les ponen nerviosos. Al final, es sólo una manifestación de inseguridades, o de otras fobias sociales. 

-Supongo que tiene sentido -dijo David, todavía sonriendo-. Aunque aún así me sigue pareciendo un miedo como muy tonto.  

-Sí, es lo bueno de que te persiga un asesino psicópata con un hacha. El resto de miedos palidecen en comparación. 

David se giró hacia él fingiendo indignarse, pero no pudo evitar una pequeña carcajada. “Bueno, ya tenemos un chiste interno”, pensó. Seguro que su hermana se llevaba una alegría. El incidente al que hacía referencia Saúl había ocurrido esa misma tarde, mientras la parejita feliz y sus amigas echaban la siesta. David había salido al porche a fumar maría, y después de un rato aburrido, había decidido dar una vuelta por el bosque que rodeaba la laguna. Su cerebro estaba envuelto en bruma, y la propia realidad parecía ligera, volátil. 

Había encontrado al asesino al otro lado del bosque, con un hacha en la mano, la ropa manchada de sangre, y un saco con un cadáver a sus pies. David había visto suficientes películas sobre cabañas en el bosque como para saber que, a partir de aquel momento, ese monstruo iba a dedicarse a matarles uno a uno de formas grotescas. Sin más alternativas, David había decidido luchar por su vida, y se había abalanzado sobre él blandiendo una gruesa rama. Sin embargo, al acercarse a su rival, el surrealismo se había adueñado de la escena, y había encontrado al lado del asesino a una niña china con un gorrito de oso panda, y a otro hombre en una tumbona rellenando un sudoku. David se había quedado congelado delante de ellos, con el palo levantado y cara de imbécil. Los dos hombres le habían mirado confundidos, y David no había visto otra salida que explicarles su error al comprender que el saco estaba lleno de leña y que la sangre era en realidad pintura y sudor. 

-¿Cómo te has enterado? -le preguntó a Saúl, sonrojándose al recordar la experiencia. Había vuelto a la casa avergonzado, y no se lo había contado ni siquiera a su hermana. 

-Ha sido el psicópata. Me ha llamado por teléfono muerto de la risa. Tiene una casa al otro lado de la laguna, así que nos conocemos desde niños. 

-Sí, supongo que tenía que haberme imaginado algo así -David hizo una pausa, tragó saliva, y le preguntó lo que le llevaba rondando toda la tarde la cabeza, intentando que sonara casual-. ¿Son gays? 

-Sí -confirmó Saúl-, llevan casados casi desde que se aprobó la ley, y a la pequeña la tienen desde hace un año. Parecían salidos de una campaña de tolerancia del gobierno, pero al principio el estrés de la adopción y de intentar que la niña se adaptase a su nueva vida casi les cuesta el divorcio. Ahora creo que les va mejor. Supongo que descuartizar jóvenes ayuda a liberar tensiones. 

David pensó en añadir algo más, pero un ligero malestar en la base del estómago se lo impidió. No pudo evitar pensar en su hermana, en todas las cosas que tenía que haberle contado desde hacía ya años, y que seguía posponiendo con motivos cada vez más absurdos. Sabía que lo iba a aceptar, pero aún así no sabía de dónde coño venía aquella inseguridad. Suponía que tenía el mismo origen que aquella fuerza invisible que le obliga a esconder los comics de los x-men dentro de la mesilla cada vez que llevaba a algún tío a dormir a casa. En su lugar, dejaba siempre a la vista una copia de “Cien años de soledad” que nunca había conseguido terminar. 

-Sabes que se lo puedes decir a tu hermana, ¿no? En realidad lo sabe desde hace tiempo -Las palabras de Saúl le devolvieron a la realidad bruscamente. De repente el suelo parecía dispuesto a ceder y dejar que cayera en un pozo sin fondo. 

-¿De qué hablas? -dijo David intentando mantener la calma.

-Me refiero a que le puedes contar que eres gay. 

-Eso son infamias y calumnias -David contestó lo más rápido que pudo, intentando dejar claro que se tomaba todo aquello como una broma. Asún su voz le traicionó con un pequeño temblor. 

-Bueno, perdona, no debería haberme metido. He bebido demasiado, y sólo quería ayudar. Olvida lo que he dicho.

La barbilla de David tembló ligeramente. En realidad no quería olvidarlo. Era consciente de que su hermana lo sabía, o que al menos lo sospechaba, pero aún así no podía librarse de aquel miedo absoluto a ser rechazado. Por un momento, fantaseó con un futuro sin aquella carga. Cenas con su hermana y sus respectivas parejas, tras las cuales podría acostarse al lado de su novio imaginario y criticar los gestos y las historias de su cuñado. En algún lugar de su cerebro empapado de alcohol, las barreras se derrumbaron, y todo pareció tener sentido durante unos momentos. 

-No sé. En el fondo tienes razón, lo que pasa es que soy un puto imbécil. Lo he intentado muchas veces. He elegido decenas de momentos perfectos para contárselo, pero luego a la hora de la verdad, me da miedo decirle a mi hermana que soy homosexual. Será que tiene muchas sílabas, y que en el fondo soy más hipopótamo de lo que pensaba. 

-¿Sabes que no se les llama así, no? -dijo Saúl, con una sonrisa de satisfacción.

David se encogió de hombros. Su cuerpo parecía de repente el de un extraño, y se sentía a la vez feliz y tremendamente triste. Antes de que pudieran seguir la conversación, el ruido de la puerta corrediza de cristal les hizo girarse. Julia tenía una botella de vodka en la mano, y un corazón pintado en la mejilla con pintalabios.

-Hola churri -dijo con sorna mientras le daba a Saúl un beso en los labios, sabiendo que David odiaba aquellas muestras de afecto-. ¿Qué le estás contando a mi hermanito? 

-Nada interesante. Hablábamos sobre películas de terror -Julia frunció el entrecejo, sabiendo que a ninguno de los dos les gustaba especialmente el cine, pero no dijo nada-. Ya sabes, de esas con asesinos en serie y montones de sangre por todas partes.  

-Bueno, me da igual, no sé ni para qué he preguntado. En realidad he sólo venía a deciros que entréis dentro. Hace frío, y las chicas quieren que les enseñes a jugar al poker. 

Saúl puso los ojos en blanco, y David no pudo evitar reirse ante su expresión. Su hermana le miró intrigada, intentando determinar si su risa era una burla o un signo de mejora en su relación, pero no dijo nada. David remoloneó un rato más, terminando su cerveza en la oscuridad. El cielo estaba nublado, y la luz de la luna apenas iluminaba la superficie del agua. Desde el interior de la casa llegaban risas y gritos, pero David apenas los oía, con la mirada perdida en algún punto de aquel paisaje pintado de negro. 

“Pi-ro-ki-ne-sis”. Le gritó a la oscuridad, remarcando cada una de las sílabas. “In-ter-di-men-sio-nal”. “Ar-chi-e-ne-mi-go”. Las palabras se perdieron en la oscuridad, y el silencio volvió a rodearle. Aquel lugar no estaba tan mal, pensó David, aunque era una pena que el agua estuviera todavía tan fría. Después, recompuso en su rostro una sonrisa triste, cogió la botella de cerveza vacía, y entró de nuevo en la casa. 

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Por Aitor Villafranca (@avillafranca_)
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Minerva

NOTA: Este relato ha sido escrito utilizando 20 palabras aleatorias sugeridas a través de twitter:
ionosfera, mausoleo, durazno, egiptología, ninfa, lubricante, celeridad, huevos, fenilalanina, zombi, madeja, cuadripolo o anacoluto, paradoja, estafa, nostalgia, chancleta, sutil, frio, desamor, y procrastinación.



MINERVA


Mi amiga la pedante, la llamó Sofía justo antes de presentármela en aquella fiesta de disfraces, hace una eternidad. Cuando vivir todavía no parecía una sucesión de pequeñas estafas, y las paradojas eran sutiles, en lugar de puñetazos lanzados contra el estómago. Mi amiga la pedante, dijo, y luego me presentó a aquella chica bajita con gafas de pasta y coleta castaña. Llevaba un mono negro, con una especie de hexágono pintado en el pecho, y un alambre del que colgaban letras sin ningún sentido para mí.

-¿De qué vas disfrazada? -le pregunté, enarcando una ceja. Yo iba vestido de veraneante zombie, con bañador y chancletas, y un flotador con una cabeza de pato al que le había pintado colmillos y le había colgado una cabeza de muñeco ensangrentada. Había demasiada gente en el piso, y el sudor estaba empezando a deshacer mi maquillaje de muerto viviente.

-¿No lo ves? -contestó ella-. Voy disfrazada de fenilalanina.

-¿Feni-qué? -Llevaba un par de copas encima, y ya me parecía mona, aunque no supiera de qué me hablaba.

-Fenilalanina -dijo haciendo claros esfuerzos por aguantar la risa-. Es mi aminoácido favorito.

La siguiente copa nos la tomamos juntos en la terraza, mientras ella me hablaba de nosequé mausoleo recién descubierto en el Sahara, y yo asentía a todo y jugueteaba con el “grupo OH” que colgaba de su alambre. Se llamaba Minerva. Bueno, en realidad se llamaba Ana, pero sus amigos habían decidido que el nombre de la diosa de la sabiduría era más apropiado, y ella había acabado adoptándolo como propio. Tenía 28 años, y ya había acumulado tres carreras, dos doctorados, y un número imposible de masters. El último era en egiptología, y le apasionaba tanto que la única forma de conseguir que dejara de hablar de Nefertiti fue besándola.


-Quiero saber absolutamente todo sobre el universo, y tengo un tiempo muy limitado para conseguirlo -esto me lo dijo ya cuando estábamos ya tumbados en la cama, con las sábanas manchadas con los restos de mi maquillaje de zombie, y dos condones perfectamente anudados en la papelera.

-¿Y qué haces perdiéndolo conmigo?

-Bueno, el sexo es parte del universo. Todas las relaciones humanas lo son, aunque sean producto de una mezcla de reacciones químicas y condicionamientos psicológicos. Además, -añadió saltando de nuevo hasta apoyar sus caderas contra mi cara-, estos temas son más divertidos de estudiar.

O puede que lo esté mezclando todo, y que eso viniera después. Cuando ya le había dicho que la quería, y que era más hermosa que una jodida ninfa, y todas esas tonterías que se dicen sin pensar cuando se está enamorado. No sé, la nostalgia es capaz de enredar los recuerdos en una madeja confusa. Desamor, lo llaman también, aunque no sé si es la palabra correcta. Eso implicaría que el amor desaparece, pero en realidad siempre sigue ahí, escondido entre la culpa, los reproches, los intentos de sustituir lo imposible.

-Creo que lo siguiente que quiero estudiar es la ionosfera -me dijo una de las últimas veces que nos acostamos, mientras se estiraba a través de la cama para alcanzar el lubricante que guardaba en la mesilla. Recuerdo que era invierno, aunque en su habitación jamás hacía frío, y que acababa de volver de una estancia en Ginebra. Tres meses estudiando cuadripolos para caracterizar circuitos de microondas, o algo así. La mayor parte de las palabras que utilizaba se me olvidaban a la mañana siguiente, pero ésa la recuerdo porque cada vez que decía “cuadripolo”, yo la imaginaba intentando sujetar cuatro polos de limón que se le derretían en las manos. ¿Qué le vamos a hacer? Siempre he sido un poco simple.

-¿Qué tiene de especial la ionosfera? Espero que esta vez no tengas que irte tan lejos para estudiarla.

-No sé, es una capa invisible, unos cuantos kilómetros por encima de nuestras cabezas. Gases a 1500 grados de temperatura, siguiendo en todo momento las leyes físicas que el universo creó para ellos. Y sin embargo, los humanos hemos sido capaces de convertirla en mucho más. La hemos utilizado para hacer rebotar ondas de radio, permitiendo transmitirlas mucho más lejos de lo que parecía posible. También hemos convertido a simples piedras que se queman al atravesarla en estrellas fugaces, y podemos mirar hacia el cielo y pensar que significan algo más.

-En el fondo eres una romántica.

-No especialmente, pero me fascina que la evolución haya permitido llegar a crear seres complejos, formados por millones de partículas vivas, que sean capaces de ver una piedra ardiendo y crear toda una mitología a su alrededor. Inventar el concepto de deseos, y de esperanza.

Yo la besé en el cuello, y luego me ató a la cama. Pasamos la tarde follando y viendo viejas películas de Charlot. Por entonces vivíamos juntos, aunque la monogamia no formara parte del trato. Ella seguía de un lado para otro, adquiriendo conocimientos compulsivamente. Yo mientras tanto, daba tumbos por la vida, cambiando de trabajos, acumulando proyectos a medias. Ana (por entonces ya había abandonado la tontería de Minerva) me decía que tenía un “problema de procrastinación”, y yo ponía los ojos en blanco, y luego le pedía perdón contra la pared del salón. A la mañana siguiente me decía que tenía que “actuar con más celeridad”, y yo resoplaba y volvía a mirar hacia otro lado.

Al final, la tensión se fue acumulando, junto con una cierta sensación de incompatibilidad, de estar condenados antes de tiempo. Nuestra relación se convirtió en una bomba de relojería, que acabó estallando por una simple fruta, como podría haber estallado con cualquier otra estupidez. “Pásame un durazno”, me dijo una tarde, y yo me volví loco. “¿Por qué no lo puedes llamar melocotón, como todo el mundo?”, fue mi respuesta. Lo dije sonriendo, pero ella sabía que aquella frase escondía mucho más. Antes de que pudiéramos darnos cuenta, las recriminaciones y los insultos volaban en las dos direcciones. Ella me llamó fracasado y pervertido, yo le dije que era una ególatra sin sentimientos.

-¡Estoy hasta los huevos de ti, de tu pedantería, y de tus putos estudios que nunca llevan a nada! -acabé gritando, antes de salir con un portazo. Cuando volví por la noche, su maleta ya no estaba, y el resto de sus cosas tardaron poco en desaparecer.

Han pasado ya veinte años. Tiempo suficiente para acumular otras historias, y nuevos remordimientos. Tiempo suficiente, incluso, para casarse, tener dos hijos, y luego divorciarse. Aún así, me acuerdo de Ana más que de ninguna otra. De su disfraz de aminoácido, y de su cara después del sexo. Es como si aquella historia escondiera algo más, una especie de lección trascendente sobre la vida y el universo que nunca he conseguido descifrar.

Sólo volvimos a vernos una vez, hace un par de semanas. Nos encontramos de casualidad en el metro, los dos más viejos, y más gordos. Decidimos tomar una caña, y acabamos cenando y hablando del pasado. Con el whisky ya en la mano, le pregunté si se arrepentía de algo. De estar siempre persiguiendo preguntas, de no ir a tener nunca suficientes respuestas. Yo desde luego había mucho de lo que me arrepentía, pero eso no se lo dije. Nunca se puede ser del todo sincero en estas cosas, ni siquiera estando borracho.

-No sé -me contestó ella-, me gusta lo que hago. Saber que todo tiene una causa y una consecuencia, conocer las leyes que rigen las pequeñas y las grandes cosas que pasan a mi alrededor. Creo que al principio buscaba algún tipo de revelación, algo que le diera sentido al hecho de que en algún momento moriré y todo lo que he aprendido se perderá, pero eso ya no me importa demasiado. Al final, es un pasatiempo como cualquier otro. Algo que hacer con la vida.

-Es más de lo que he hecho yo.

-Bueno, eso es relativo. Tú volviste zombie al patito de un flotador. Seguro que eso vale, por lo menos, por tres o cuatro publicaciones científicas.

Yo sonreí, la obligué a dejarme pagar la cuenta, y me despedí con un beso en la mejilla. Se la veía feliz, pero ninguno de los dos sugirió volver a encontrarse. Supongo que hay cosas que conviene no corromper con el cruel desgaste del día a día. Mientras caminaba hacia casa, sintiendo el calor del alcohol en mi pecho, me acordé de aquel discurso de Ana sobre la ionosfera. Las ondas de radio, y las estrellas fugaces. Y entonces, durante un segundo, creí entender algo. La revelación que se me había estado escapando, y que Ana decía que no existía. Lo vi todo claro, y asentí al universo, más en calma de lo que había estado en mucho tiempo. Luego, el calor y la tranquilidad se desvanecieron, y seguí caminando, de vuelta a mi vida de pequeños fracasos y viejos anhelos.


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Por Aitor Villafranca (@avillafranca_)
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Despedidas

Sin quitarse los auriculares, saludó a la azafata con un pequeño asentimiento de cabeza, y esperó mientras el señor de delante luchaba por encajar su maleta en un hueco demasiado pequeño. Cuando el camino quedó libre, avanzó unos metros, y se sentó con gesto cansado. 31B. El asiento del pasillo estaba vacío, el de la ventanilla estaba ocupado por la ausencia de Sofía. Suspiró. No hacía ni dos días que habían echado el polvo de despedida. Un abrazo. La melancolía controlada de lo inevitable. Una última foto de su tatuaje en forma de paloma, de su cuello perfecto y sus ojos marrones.
-Azules.
-¿Perdona?
-Azules. Mis ojos eran azules -su fantasma hablaba en voz baja, sin apartar la mirada del sudoku. Le faltaba poco para terminarlo-. La que tenía los ojos marrones era la anterior.
-Ah, sí. Es verdad -un poco avergonzado por su error, cambió el color en su recuerdo, y aprovechó para ajustar la iluminación de la habitación para que encajara mejor con la hora a la que había ocurrido-. Ya me perdonarás, sabes que se me da fatal acordarme los detalles.
-Tranquilo. Es normal.
Como siempre, ella bebía cerveza sin alcohol. Solía decir que era porque tenía menos calorías, mientras él miraba su cuerpo liso como si estuviera loca. Por lo menos no le ponía mala cara después de la segunda pinta de Guiness. En ese sentido, el año anterior había sido mucho peor. También en los otros sentidos, en realidad. Más peleas, y menos sexo. Aunque por alguna razón, le había costado más subirse al avión. 

Se incorporó un poco, y miró hacia atrás. Ahí estaba. Él mismo, mirando por la ventana con los ojos llorosos hacía exactamente 365 días. Pensó acercarse a saludarle, pero tampoco sabía muy bien qué decirle. Las azafatas empezaron la misma demostración de seguridad que había oído ya decenas de veces. Abrió la revista de motociclismo que había comprado en el aeropuerto, y empezó a pasar páginas sin prestar demasiada atención. Otro recuerdo vino a su mente, pero no consiguió ubicarlo. Una especie de revelación mientras ella le despedía en el aeropuerto. Olor a canela. Una minifalda de flores.
-Estas mezclando todo otra vez -ella había terminado el sudoku, y ahora sonreía satisfecha mientras miraba por la ventanilla-. La falda y la canela fueron la despedida de hace dos veranos. Aquella chica de la panadería, la que se reía de todos tus chistes como si tuvieran gracia. La escena en el aeropuerto no será hasta el año que viene.
-Tienes razón, por supuesto. El año que viene -de repente se sentía tremendamente triste. Cogió aire para hablar, pero lo contuvo en el último momento.
-Suéltalo. ¿Qué te pasa?
-No sé. Es difícil de explicar. He estado tantas veces en este mismo avión, pensando las mismas tonterías... Siempre creo que la próxima vez que despegue, el mundo habrá cambiado. Así que sigo adelante, creyendo que avanzo, que elijo cosas distintas. Y aún así, al año siguiente me encuentro haciendo el mismo viaje, descubriendo que los nuevos fantasmas son idénticos a los viejos. Simplemente me resulta complicado encontrarle sentido a todo el asunto.
-¿Quién ha dicho que tenga que tener sentido?
-Supongo que nadie. Pero me sigue pareciendo algo terrible que después de todos mis errores, vaya a volver a cometer el mismo el año que viene.
-Quizás no sea el mismo. Quizás sólo sea un error muy parecido -seguía sin mirarle, pero su sonrisa se había ampliado todavía más, como hacía cuando él decía tonterías estando borracho. No pudo evitar sonreír también, sintiendo un pequeño pinchazo de nostalgia.
-No sé si te lo han dicho alguna vez, pero se te da fatal consolar a la gente.
Su ausencia se encogió de hombros, y el avión empezó a desplazarse hacia la pista de despegue. Otra cosa que nunca cambiaba. La tensión al notar que aquel trozo gigante de metal se separaba del suelo. La mano apretando suavemente el reposabrazos mientras fingía normalidad. Giró la vista hacia el otro lado del pasillo para ver cómo lo llevaría el año que viene, pero su asiento había sido ocupado por una señora mayor. “Qué raro”, pensó frunciendo el entrecejo, pero no le dio demasiada importancia. El avión acababa de separarse de la pista, así que contuvo el aliento, y miró por la ventana, viendo como la ciudad empezaba a alejarse poco a poco.

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Por Aitor Villafranca (@avillafranca_)
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Zodiaco


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ZODIACO - Aitor Villafranca
Premio de novela de Narrativas Oblicuas

Leo, un joven que todavía no ha llegado a la treintena, vive solo en su apartamento, donde también trabaja traduciendo anodinos prospectos farmacéuticos. Desde que su novia Virginia lo abandonara, vive ahí encerrado sin prácticamente salir a la puerta de la calle, ensimismado en su propia desesperación. Para colmo, desde el apartamento de al lado, no para de escuchar gemidos de gente follando recordándole sus propias carencias. Cuando cree identificar las voces de las chicas que visitan el piso contiguo, su vida comienza a adquirir un tinte difícil de explicar.

“Aitor Villafranca consigue construir en esta novela breve una hipnótica narración sobre el deseo, la melancolía y el desaliento con una arrebatadora cadencia en las que el misterio y el relato psicológico conviven a la perfección.”

Ya a la venta en librerías, amazon, y en formato electrónico. También se envía fuera de España.
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Santuario

NOTA: Este relato ha sido escrito utilizando 20 palabras aleatorias sugeridas a través de twitter: Milenarismo, pene, santuario, granadina, guarida, hipoglucemia, mandingo, avellana, sombrero, cierzo, pendiente, drama, soltera, sombrilla, mosquito, cocotero, aldea y cortina.



SANTUARIO


Echo de menos la vida antes del segundo advenimiento de Cristo. Cuando el milenarismo era una palabra en boca de locos, y nadie pensaba que aquel tipo con túnica blanca pudiera reaparecer y jodernos la vida durante mil putos años, amenazando día y noche con el juicio final que vendría después. Echo de menos los días en los que existía la muerte, y el aire no estaba atestado de almas pendientes de veredicto, volando de un lado para otro sin control cada vez que se levantaba el cierzo.

Reconozco que era una mierda pasar noches en vela pensando que la vida no tenía sentido, o tener que preocuparse de cosas mundanas, como la hipoglucemia en los análisis médicos de tu madre, o el hecho de que tu compañera de piso estuviera otra vez soltera, y se tragara los capítulos de Sexo en Nueva York a la misma velocidad que las tarrinas de helado de chocolate. Supongo que la salvación y la vida eterna son un buen cambio, pero aún así no puedo evitar recordar con cariño las pequeñas victorias frente a la mortalidad. Las noches de borrachera, los cuadros sobre amantes atormentados, el sexo.  

“Un día construiré un santuario para tu pene” recuerdo que me dijo Fernando en una ocasión, después de pasar todo el día follando, escuchando música, y atacando desnudos los restos de comida china del frigorífico. “Se convertirá en la religión universal. La gente vendrá de todo el mundo para adorarlo, pero yo seré el sumo sacerdote, así que nadie excepto yo podrá tocarlo”. Solía decir cosas así, mientras yo le miraba con la sonrisa torcida, no muy seguro de si era tierno o solamente raro.

No sé por qué acabó. Quizás porque bebía vodka con granadina, y café con sabor a avellana. O porque llevaba un sombrero que podría haber pertenecido a su abuelo, y se agujereó el lóbulo derecho para ponerse un pendiente de niñato de extrarradio. A veces me avergonzaba presentárselo a mis amigos, y otras veces yo me sentía estúpido cuando los suyos hablaban de partículas subatómicas, o de una película del año 75 sobre esclavos y plantaciones que se llamaba “Mandingo”. A pesar de todo, duramos casi un año. Exactamente once meses, antes de los gritos, los cuernos, y el drama. Antes de aquella escena patética y sobreactuada, en la que rompimos el escaparate de la agencia de viajes a la vez que nuestra relación. Todavía recuerdo la mirada vacía de los maniquís, sentados en sus tumbonas entre sombrillas y cocoteros de cartón, disfrutando de la vida en alguna aldea tropical que ya nunca visitaríamos.

Al día siguiente, el maldito Salvador apareció en la televisión por primera vez, y todas las reglas cambiaron. Resulta que al parecer Dios no odia especialmente a los homosexuales, aunque sí a los gordos, los zurdos y los payasos. También a los que incumplen los pecados capitales, así que decidió ponérnoslo fácil, y nos arrancó de cuajo el deseo sexual, el hambre, y la necesidad de dormir. Ésa ha sido mi vida durante los dos últimos siglos, una sucesión de días anodinos, sumando décadas vacías, con la certeza de que al final la salvación eterna merecerá la pena.

Finalmente ayer, después de ciento cincuenta años en la lista de espera, tuve la ocasión de que Jesucristo me concediera audiencia. Tuve que viajar hasta Italia para verle. Supongo que las ruinas de templos, circos y acueductos le hacían recordar los viejos tiempos. En aquella ocasión, había llevado el voto de pobreza hasta un nuevo extremo, y se alojaba en un sótano que perfectamente podría haber sido la guarida de un ladrón o un drogadicto. Madera cubierta de moho, sillas oxidadas, una cortina echa jirones. Estaba rodeado de decenas de almas que revoloteaban intranquilas en torno a él, intentando sin éxito llamar su atención. Él, sin embargo, tenía la mirada fija en un mosquito que caminaba por la palma de su mano. Le sonreía embelesando, quizás feliz de tener otra criatura a la que perdonar sus pecados.

Después de tanto tiempo esperando aquel momento, había memorizado una lista de preguntas que hacerle, diseñadas al milímetro. Todo lo que no entendía, todo lo que creía que estaba mal. Diez minutos en los que condensar todas mis dudas, y bañarme en la luz del conocimiento divino. Sin embargo, cuando apoyó su mano en mi hombro, y me sonrió,  todo mi cuerpo recordó de repente aquella forma en la que Fernando me abrazaba por la noche. El brazo derecho apretando mi pecho como si fuera a escaparme, su piel pegada a la mía por sudor y restos de semen. Sin pensar en lo que estaba haciendo, interrumpí la pregunta que había empezado a formular, y le di un puñetazo en la cara a Jesucristo. Antes de que pudiera levantarse del suelo, ya había salido de la habitación.


Puede que los 800 años de remordimientos que me esperan sea un precio un poco excesivo por aquel momento de satisfacción, por no hablar de la condenación eterna cuando todo esto acabe. Aún así, a veces imagino a Fernando riéndose de mí, revolviéndome el pelo como a un niño travieso antes de levantarse a por otro condón, y una parte de mí, se alegra de haberle partido la cara a nuestro salvador.

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Por Aitor Villafranca (@avillafranca_)
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Universos (in)finitos

Universos (in)finitos

Como todas las noches, el científico salió cabizbajo del centro de observación, caminó hasta el bar irlandés más cercano, y pidió una pinta de cerveza negra desde el reservado de la esquina. Ese día no esperaba a ninguno de sus colegas, ni se había llevado el periódico para intentar seguirle el ritmo a un mundo que le desconcertaba cada vez más. Ese día, después de más de veinte años, su investigación había terminado. Con las manos temblorosas, marcó el número de teléfono grabado a fuego en su memoria, y le pidió que acudiera a aquel bar. Tras unos segundos de silencio que parecieron extenderse hasta el infinito, ella aceptó.

Con tan sólo treinta años, el científico había revolucionado el mundo cuando no sólo confirmó la existencia de universos paralelos, sino que desarrolló la tecnología que permitía observarlos. Tal y como había predicho Hugh Everett, cada vez que un evento a nivel sub-atómico tenía distintos resultados posibles, se creaban varias versiones del universo, en cada una de las cuales ocurría una de esas posibilidades. Aparecían así una red infinita de universos ramificados, que abarcaban todas las realidades físicamente posibles.

Al principio, sólo observaron universos vacíos, en los que el Big Bang no se había producido, o la energía y la materia viajaban sin objetivo por el universo. La primera vez que encontraron una realidad en la que existía el planeta Tierra, el científico volvió a ser portada de la revista Time, e insistió en que ella hiciera la fotografía. A pesar del dinero, sus costumbres no cambiaron. Trabajaba hasta tarde en el centro de observación, bebía cerveza negra, evitaba las conferencias siempre que podía. Cada vez que ella inauguraba una nueva exposición, elegía su mejor traje y admiraba sus instantáneas en blanco y negro. Le preguntaba qué había sido de su vida en los últimos meses, bebía champán.

Con los años, consiguió depurar la tecnología de observación, acercarse solamente a universos similares al suyo. Contempló planetas con razas imposibles, otros en los que la humanidad se había quedado estancada en estadios primitivos, o había provocado su propia extinción acelerada. Por el contrario, observar el conocimiento que habían alcanzado en otros mundos más avanzados cambió la realidad del suyo.

Gracias a la tecnología que copió de esos otros universos, pudo restringir la búsqueda a mundos en los que él mismo existía. Como si fuera un espejo de feria distorsionado, vio todas las versiones posibles de sí mismo. Se vio convertido en un hombre de familia, viviendo en la calle, robando bancos, encerrado en psiquiátricos. En muchos casos, seguía siendo un científico, e incluso en algunos, su copia también observaba otros universos a la vez que lo hacía él. Recorrió todos y cada uno de aquellos universos, con la paciencia de un artesano. Hasta que no estuvo seguro de haber estudiado hasta la última posibilidad, no realizó aquella llamada de teléfono.

No recordaba cuánto había pasado desde la última vez que se habían visto en persona. Últimamente ella había reducido su ritmo de producción artística, y a él le costaba calcular el paso del tiempo. Le pareció que había envejecido, aunque probablemente fuera la falta de maquillaje. Como siempre, vestía de negro. La abrazó unos segundos más de lo necesario, y la invitó a sentarse frente a él. Después, cogió fuerzas y, aguantando las lágrimas, le contó lo que había descubierto después de más de veinte años de estudio:

-He observado todos los universos posibles. Millones de mundos ligeramente distintos con todas las realidades físicamente posibles. He visto todas y cada una de esas posibilidades infinitas, y en ninguna, absolutamente en ninguna de ellas, estamos juntos.

Ella se levantó despacio, con una sonrisa triste en los labios. Le miró durante unos segundos sin decir nada, y después, muy despacio, se acercó a él y le besó suavemente en la frente. Sin volver a sentarse, le habló de la inauguración de una nueva exposición en Londres al mes siguiente, y se despidió apoyando la mano durante un instante en su brazo izquierdo. Cuando cerró la puerta del bar tras de sí, el mundo volvió a tomar forma, construyendo la misma realidad en la que había vivido todos los días antes de aquel encuentro.

El científico suspiró y dio otro sorbo a la cerveza ya caliente, preguntándose si en algún otro universo, el beso habría sido distinto.


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Foto y texto por Aitor Villafranca
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Un zombie triste


“Por favor, acuérdate de mí”, decía la canción que sonaba en la minicadena, “en aquel coche detrás del carnaval”. La había oídos cientos de veces, pero el tejido de su cerebro se había convertido en amasijo negro, apenas activo, y seguía olvidando la melodía una y otra vez. Definitivamente, su mente ya no era la de hacía unos meses. Nada en él lo era.

Le habían infectado en una incursión en busca de provisiones, apenas a una decena de metros en la puerta del apartamento. Había vuelto con el brazo ensangrentado, la mochila vacía, y una mirada en la que se mezclaban el pánico, la vergüenza, y la culpa.

“Tengo miedo”, le había dicho mientras notaba como su torrente sanguíneo se volvía negro y denso. Ella le había abrazado.

"¿Quieres que todo acabe? Quedan balas, pero no sé si puedo hacerlo.”

“No quiero morir”, había susurrado asustado. “No quiero olvidarte. No quiero que el recuerdo de lo que hemos sido deje de existir”.

Ella le besó suavemente en los labios, notando un sabor amargo que nunca antes había estado allí. Luego se había incorporado, había puesto el disco que solían escuchar desnudos en las mañanas de domingo, y había salido de la habitación con lágrimas en los ojos.

De eso hacía ya diez semanas, aunque ya había olvidado cómo contarlas. Setenta días desplazándose a cámara lenta entre aquellas cuatro paredes. Rozando con sus miembros atrofiados las fotos que ella había clavado en la pared antes de abandonar el piso. Viendo como su carne podrida se caía a trozos sobre las sábanas en las que habían follado con la avidez y la melancolía de quien sabe que cada vez puede ser la última.

Ahora ya no sentía nada, sólo hambre. Sin embargo, por mucho que su cuerpo de huesos débiles y carne muerta reclamase alimento, se resistía a abandonar aquel mausoleo erigido en honor a sus recuerdos. “Me he convertido en una persona más triste por haberte conocido”, le había dicho ella una vez mientras calentaban una lata de conservas. Luego se había echado a llorar mientras se quitaba la ropa, olvidando la carne humeante. Se había montado a horcajadas encima de él sin molestarse en desnudarle. Sus gritos se habían mezclado con los de los zombies errantes al otro lado de la puerta. Sus puñetazos en el pecho le habían dejado moratones durante varios días.

“Un trapecista asustado, llegando más alto que ningún mesías” continuaba la canción, antes de pasar a un solo desalentado de guitarra.

Su cerebro ya no tenía suficiente actividad eléctrica como para recordar aquellas escenas, ni para entender el significado de los objetos que le rodeaban, pero aún así era capaz de sentir una fuerza que le ataba a aquella habitación. Más fuerte incluso, que el hambre ancestral que le hacía delirar con imágenes de vísceras y miembros cercenados.

Sin embargo, aquel día, sin ningún motivo especial, algo cambió mientras miraba entre gruñidos las fotos de lo que un día había sido su vida. No supo expresarlo con palabras, pero su cuerpo comprendió que había llegado el momento de marcharse de allí. Quizás su hambre simplemente había superado una nueva barrera, y la balanza de sus instintos se había desequilibrado. Quizás, los restos de su consciencia habían aceptado su situación. Lo que era, lo que ya nunca sería.


Ya no sabía como bajar las escaleras del edificio, pero no le importó. Avanzó con decisión, sin sentir dolor cuando sus piernas sólo encontraron aire y su cuerpo cayó rebotando torpemente hasta la planta baja. Un brazo partido, colgado apenas por un tendón. El cuello torcido, incapaz de devolverlo a su posición original. Los jirones que quedaban de su ropa, manchados con el líquido negro que rezumaba de su mandíbula dislocada. Aún así, se incorporó, tomándose su tiempo, y salió al exterior. 

En la calle, un grupo de zombies avanzaban con paso lento, arrastrando sus extremidades sin vida, sus ojos desorbitados. Alguno desvió la vista hacia él, pero le olvidó enseguida al ver que su carne estaba tan muerta como las suyas. Permaneció unos momentos inmóvil, levantando la vista hacia el apartamento que acababa de abandonar, y luego, sin tener muy claro hacia dónde se dirigían sus nuevos compañeros, comenzó a seguir sus pasos.

“Acuérdate de mí” intentó tararear mientras caminaba, aunque su garganta sólo emitió un gruñido gutural que se unió a los del resto de muertos que avanzaban hacia el norte. 

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Nada


Él sabía que era imposible, pero tenía la sensación de sólo existir realmente cuando estaba en la cama. Conservaba los recuerdos del día que había precedido a aquel momento, pero eran imágenes que no sentía como suyas. Caras, acciones, ruidos. Bien podían haber sido sacadas de una de las películas que veía en el portátil, ya escondido dentro del edredón nórdico y las sábanas marrones.

En la cama, siempre estaba desnudo. Había dejado de usar pijama en la universidad, y ahora ya no le encontraba ningún sentido. Aquellos años también parecían formar parte de un reflejo irreal. Lo mismo que esa mañana, y la anterior. La lógica, las reglas de coherencia que rigen el mundo, le indicaban que su vida tenía que ir más allá de las cuatro paredes de su habitación, pero el hormigueo de su piel parecía llevarle la contraria a esas nociones básicas sobre el funcionamiento del universo.


Para él, sólo existían aquellas horas antes de dormir. El ligero vértigo al ver pasar los días del calendario mientras todo a su alrededor permanecía estático. La colección de novelas de Paul Auster, las láminas de Hopper en las paredes. Un vaso de agua a medias en la mesita de noche. Luego los brazos pesados, la sensación de caída, y finalmente el sueño. Al parecer, su cuerpo se despertaba por la mañana, y realizaba las funciones que debía realizar, se relacionaba con la gente con la que se debía relacionar. Sin embargo, hasta que no se desnudaba y se metía en aquel colchón vacío, su mente no despertaba de su letargo, y volvía a ser consciente de su propia existencia.

O quizás todo era un truco. Quizás estaba realmente atrapado en un bucle atemporal, y la razón por la que sentía aquel desapego hacia sus recuerdos era que realmente fueran falsos. Era algo que llevaba tiempo sospechando, pero hasta aquel instante, no se le había ocurrido que podía, simplemente, levantarse y comprobarlo. Sintiendo como su corazón se aceleraba, se incorporó de la cama y caminó descalzo hasta la puerta de la habitación.

Una vez allí, contuvo el aliento, y reuniendo toda su fuerza de voluntad, hizo girar el pomo lentamente. Cuando la puerta se abrió, todos sus temores quedaron confirmados. Al otro lado sólo se extendía la nada. Informe, infinita. No tenía color, ni siquiera era negra. Era el vacío absoluto, alargando sus tentáculos invisibles hasta el marco de la puerta, rozando su piel con un tacto carente de sensación o temperatura.

Permaneció inmóvil unos minutos, ajustando su cerebro a aquella información, sopesando sus implicaciones. Después, con movimientos cansados, cerró la puerta, dejando la nada al otro lado, y volvió a meterse en la cama. En fin, suspiró, por lo menos ahora sabía que no estaba loco. Luego volvió a coger el ordenador portátil, lo apoyó en su regazo, y siguió viendo la película.
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