Minerva

NOTA: Este relato ha sido escrito utilizando 20 palabras aleatorias sugeridas a través de twitter:
ionosfera, mausoleo, durazno, egiptología, ninfa, lubricante, celeridad, huevos, fenilalanina, zombi, madeja, cuadripolo o anacoluto, paradoja, estafa, nostalgia, chancleta, sutil, frio, desamor, y procrastinación.



MINERVA


Mi amiga la pedante, la llamó Sofía justo antes de presentármela en aquella fiesta de disfraces, hace una eternidad. Cuando vivir todavía no parecía una sucesión de pequeñas estafas, y las paradojas eran sutiles, en lugar de puñetazos lanzados contra el estómago. Mi amiga la pedante, dijo, y luego me presentó a aquella chica bajita con gafas de pasta y coleta castaña. Llevaba un mono negro, con una especie de hexágono pintado en el pecho, y un alambre del que colgaban letras sin ningún sentido para mí.

-¿De qué vas disfrazada? -le pregunté, enarcando una ceja. Yo iba vestido de veraneante zombie, con bañador y chancletas, y un flotador con una cabeza de pato al que le había pintado colmillos y le había colgado una cabeza de muñeco ensangrentada. Había demasiada gente en el piso, y el sudor estaba empezando a deshacer mi maquillaje de muerto viviente.

-¿No lo ves? -contestó ella-. Voy disfrazada de fenilalanina.

-¿Feni-qué? -Llevaba un par de copas encima, y ya me parecía mona, aunque no supiera de qué me hablaba.

-Fenilalanina -dijo haciendo claros esfuerzos por aguantar la risa-. Es mi aminoácido favorito.

La siguiente copa nos la tomamos juntos en la terraza, mientras ella me hablaba de nosequé mausoleo recién descubierto en el Sahara, y yo asentía a todo y jugueteaba con el “grupo OH” que colgaba de su alambre. Se llamaba Minerva. Bueno, en realidad se llamaba Ana, pero sus amigos habían decidido que el nombre de la diosa de la sabiduría era más apropiado, y ella había acabado adoptándolo como propio. Tenía 28 años, y ya había acumulado tres carreras, dos doctorados, y un número imposible de masters. El último era en egiptología, y le apasionaba tanto que la única forma de conseguir que dejara de hablar de Nefertiti fue besándola.


-Quiero saber absolutamente todo sobre el universo, y tengo un tiempo muy limitado para conseguirlo -esto me lo dijo ya cuando estábamos ya tumbados en la cama, con las sábanas manchadas con los restos de mi maquillaje de zombie, y dos condones perfectamente anudados en la papelera.

-¿Y qué haces perdiéndolo conmigo?

-Bueno, el sexo es parte del universo. Todas las relaciones humanas lo son, aunque sean producto de una mezcla de reacciones químicas y condicionamientos psicológicos. Además, -añadió saltando de nuevo hasta apoyar sus caderas contra mi cara-, estos temas son más divertidos de estudiar.

O puede que lo esté mezclando todo, y que eso viniera después. Cuando ya le había dicho que la quería, y que era más hermosa que una jodida ninfa, y todas esas tonterías que se dicen sin pensar cuando se está enamorado. No sé, la nostalgia es capaz de enredar los recuerdos en una madeja confusa. Desamor, lo llaman también, aunque no sé si es la palabra correcta. Eso implicaría que el amor desaparece, pero en realidad siempre sigue ahí, escondido entre la culpa, los reproches, los intentos de sustituir lo imposible.

-Creo que lo siguiente que quiero estudiar es la ionosfera -me dijo una de las últimas veces que nos acostamos, mientras se estiraba a través de la cama para alcanzar el lubricante que guardaba en la mesilla. Recuerdo que era invierno, aunque en su habitación jamás hacía frío, y que acababa de volver de una estancia en Ginebra. Tres meses estudiando cuadripolos para caracterizar circuitos de microondas, o algo así. La mayor parte de las palabras que utilizaba se me olvidaban a la mañana siguiente, pero ésa la recuerdo porque cada vez que decía “cuadripolo”, yo la imaginaba intentando sujetar cuatro polos de limón que se le derretían en las manos. ¿Qué le vamos a hacer? Siempre he sido un poco simple.

-¿Qué tiene de especial la ionosfera? Espero que esta vez no tengas que irte tan lejos para estudiarla.

-No sé, es una capa invisible, unos cuantos kilómetros por encima de nuestras cabezas. Gases a 1500 grados de temperatura, siguiendo en todo momento las leyes físicas que el universo creó para ellos. Y sin embargo, los humanos hemos sido capaces de convertirla en mucho más. La hemos utilizado para hacer rebotar ondas de radio, permitiendo transmitirlas mucho más lejos de lo que parecía posible. También hemos convertido a simples piedras que se queman al atravesarla en estrellas fugaces, y podemos mirar hacia el cielo y pensar que significan algo más.

-En el fondo eres una romántica.

-No especialmente, pero me fascina que la evolución haya permitido llegar a crear seres complejos, formados por millones de partículas vivas, que sean capaces de ver una piedra ardiendo y crear toda una mitología a su alrededor. Inventar el concepto de deseos, y de esperanza.

Yo la besé en el cuello, y luego me ató a la cama. Pasamos la tarde follando y viendo viejas películas de Charlot. Por entonces vivíamos juntos, aunque la monogamia no formara parte del trato. Ella seguía de un lado para otro, adquiriendo conocimientos compulsivamente. Yo mientras tanto, daba tumbos por la vida, cambiando de trabajos, acumulando proyectos a medias. Ana (por entonces ya había abandonado la tontería de Minerva) me decía que tenía un “problema de procrastinación”, y yo ponía los ojos en blanco, y luego le pedía perdón contra la pared del salón. A la mañana siguiente me decía que tenía que “actuar con más celeridad”, y yo resoplaba y volvía a mirar hacia otro lado.

Al final, la tensión se fue acumulando, junto con una cierta sensación de incompatibilidad, de estar condenados antes de tiempo. Nuestra relación se convirtió en una bomba de relojería, que acabó estallando por una simple fruta, como podría haber estallado con cualquier otra estupidez. “Pásame un durazno”, me dijo una tarde, y yo me volví loco. “¿Por qué no lo puedes llamar melocotón, como todo el mundo?”, fue mi respuesta. Lo dije sonriendo, pero ella sabía que aquella frase escondía mucho más. Antes de que pudiéramos darnos cuenta, las recriminaciones y los insultos volaban en las dos direcciones. Ella me llamó fracasado y pervertido, yo le dije que era una ególatra sin sentimientos.

-¡Estoy hasta los huevos de ti, de tu pedantería, y de tus putos estudios que nunca llevan a nada! -acabé gritando, antes de salir con un portazo. Cuando volví por la noche, su maleta ya no estaba, y el resto de sus cosas tardaron poco en desaparecer.

Han pasado ya veinte años. Tiempo suficiente para acumular otras historias, y nuevos remordimientos. Tiempo suficiente, incluso, para casarse, tener dos hijos, y luego divorciarse. Aún así, me acuerdo de Ana más que de ninguna otra. De su disfraz de aminoácido, y de su cara después del sexo. Es como si aquella historia escondiera algo más, una especie de lección trascendente sobre la vida y el universo que nunca he conseguido descifrar.

Sólo volvimos a vernos una vez, hace un par de semanas. Nos encontramos de casualidad en el metro, los dos más viejos, y más gordos. Decidimos tomar una caña, y acabamos cenando y hablando del pasado. Con el whisky ya en la mano, le pregunté si se arrepentía de algo. De estar siempre persiguiendo preguntas, de no ir a tener nunca suficientes respuestas. Yo desde luego había mucho de lo que me arrepentía, pero eso no se lo dije. Nunca se puede ser del todo sincero en estas cosas, ni siquiera estando borracho.

-No sé -me contestó ella-, me gusta lo que hago. Saber que todo tiene una causa y una consecuencia, conocer las leyes que rigen las pequeñas y las grandes cosas que pasan a mi alrededor. Creo que al principio buscaba algún tipo de revelación, algo que le diera sentido al hecho de que en algún momento moriré y todo lo que he aprendido se perderá, pero eso ya no me importa demasiado. Al final, es un pasatiempo como cualquier otro. Algo que hacer con la vida.

-Es más de lo que he hecho yo.

-Bueno, eso es relativo. Tú volviste zombie al patito de un flotador. Seguro que eso vale, por lo menos, por tres o cuatro publicaciones científicas.

Yo sonreí, la obligué a dejarme pagar la cuenta, y me despedí con un beso en la mejilla. Se la veía feliz, pero ninguno de los dos sugirió volver a encontrarse. Supongo que hay cosas que conviene no corromper con el cruel desgaste del día a día. Mientras caminaba hacia casa, sintiendo el calor del alcohol en mi pecho, me acordé de aquel discurso de Ana sobre la ionosfera. Las ondas de radio, y las estrellas fugaces. Y entonces, durante un segundo, creí entender algo. La revelación que se me había estado escapando, y que Ana decía que no existía. Lo vi todo claro, y asentí al universo, más en calma de lo que había estado en mucho tiempo. Luego, el calor y la tranquilidad se desvanecieron, y seguí caminando, de vuelta a mi vida de pequeños fracasos y viejos anhelos.


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Por Aitor Villafranca (@avillafranca_)
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