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Ícaro

NOTA: Este relato ha sido escrito utilizando 21 palabras aleatorias sugeridas a través de twitter: Polanski, transistor, fisting, calippo, solsticio, cartón, témpano, silbido, venganza, Pokemon, Dédalo, embestir, revolcón, orgasmo, sábanas, maratón, camino, práctico, resquicio, rosario y bicho



ÍCARO


“A la vida le falta intensidad”, pensó Ícaro mientras su cuarta cita de la semana seguía hablando de la influencia de Buñuel y Cocteau en el cine de Roman Polanski. Recordaba vagamente haber visto la película del bebé maligno y la de la gente que se queda atrapada en una casa sin ningún motivo aparente, pero ¿quién coño era Cocteau? Probablemente daba igual. Durante la primera media hora se había esforzado por seguir su discurso, pero cuando había comprendido que el monólogo iba a seguir con o sin su participación, se había hundido en la silla y se había limitado a comer los maíces rancios que les había dejado el camarero. Quizás si bebía más rápido, la cita terminaría antes y podría volver a su casa a ver porno, beber ginebra barata y fumarse un cartón entero de tabaco. Había dejado de fumar hacía un par de semanas, pero siempre que tenía una mala cita le daban ganas de dedicarse a actividades destructivas o autoindulgentes. El martes, había estado a punto de tatuarse una lápida en el pecho. El jueves se había comprado seis calippos en el chino de la esquina y se los había comido de una sentada. Su estómago había tardado casi un día entero en volver a ser el mismo.

Al parecer los veintiocho era una buena edad para pasar la crisis de los treinta, y la amenaza de las cenas navideñas no hacía sino acentuar la urgencia de conseguir algún logro tangible con el que paliar ese absurdo vacío existencial que le perseguía últimamente. En tres días todos sus familiares le preguntarían si estaba saliendo con alguien, si había vendido algún cuadro, si había hecho algo de provecho con su vida. Podía imaginar sus caras de decepción, las miradas de soslayo hacia su padre mientras se preguntaban dónde se habrían perdido sus genes. No era fácil ser el hijo de Dédalo, el ingeniero prodigio. Cuando tenía su edad, su padre ya había diseñado tres prisiones de máxima seguridad, había escapado de una de ellas al ser condenado injustamente, había tenido dos hijos con la mujer de su vida y había desarrollado esas estúpidas alas que Ícaro llevaba siempre en la mochila y que nunca se había atrevido a usar.

En el fondo, no era ningún secreto familiar que toda su vida era motivo de vergüenza para su padre. Quizás por eso, también lo había sido para él mismo. Cuando tenía doce años, Dédalo había intentado alimentar en su hijo el interés por la profesión familiar enseñándole a desmontar y volver a arreglar un viejo transistor. Sus manos se habían movido con precisión, separando cada una de las piezas y colocándolas encima de la mesa mientras le explicaba para qué servían y cómo encajaban con los demás elementos. Al ver todas las piezas perfectamente ordenadas, cada una con su función definida e inalterable, Ícaro había empezado a sentir un agobio creciente. Sentía que tocarlas era convertirse en una de ellas. Un engranaje práctico e inocuo, condenado a una vida que no había elegido. Ante la mirada atónita de su padre, había arrojado todas las piezas por los aires de un manotazo y se había encerrado en su cuarto a llorar y a pintar con acuarelas. Ícaro sonrió. Dos décadas más tarde y seguía siendo un yonki del drama y de las metáforas forzadas.

-¿De qué te ríes? -le preguntó su interlocutor con la ceja enarcada, aprovechando para quitarse las gafas de pasta negra y limpiar las lentes con el borde de la camiseta. No conseguía acordarse de su nombre.

-Eh, nada, perdona -Ícaro apartó la vista, ligeramente avergonzado-. No quería interrumpirte.

Mientras su cita retomaba el discurso sobre la influencia de los pintores surrealistas en el cine, Ícaro volvió a observarle en busca de algún resquicio de interés al que aferrarse. Estaba más calvo que en sus fotos, también algo más gordo. Desde el principio había sospechado que era demasiado pedante, pero aún así había acudido a la esquina de la plaza en la que quedaba con todos. Habían ido al mismo bar, había pedido la misma cerveza, y había empezado las mismas conversaciones que con el resto de candidatos fallidos. Siempre con la desgana del que rasca sistemáticamente cupones de lotería a sabiendas de que el premio nunca va a estar detrás. Lo más triste de todo el asunto era que aún así la cita había ido mejor que las otras que había tenido esa semana. El del lunes había aparecido con una camiseta de pokemon y una mochila de Bob Esponja. A pesar de que tenía dos años más que él, al saludarle con dos besos Ícaro había tenido la sensación de que la policía le iba a detener por pederasta. El martes, uno de esos vigoréxicos que vivía en el gimnasio y corría tres maratones a la semana le había insultado por pedirse una hamburguesa y una jarra de cerveza. El del jueves directamente se había comportado como si Ícaro fuera un bicho infecto. Al verle, había torcido la cara con desagrado y se había dado la vuelta sin dar explicaciones. En un primer momento se había sentido insultado, pero una parte de él había envidiado su determinación. Al menos le habría ahorrado citas como la que estaba sufriendo en aquel momento.

¿Cuántas primeras citas mediocres habría acumulado a lo largo de los años? Estaba seguro de que el número tenía tres cifras, pero casi prefería no saberlo con exactitud. Él lo que quería era quemarse los dedos. Perder la razón, tener cosas de las que arrepentirse. Quería una historia como la de su tía Penélope, que seguía esperando a su marido aunque hiciera más de cuatro años que había desaparecido. Los últimos rumores apuntaban que estaba en Cuba en brazos de las bellezas locales, pero ella seguía esperándole, con una convicción a la que Ícaro jamás se había acercado. También estaba el primo Orfeo, que se había enamorado de su mujer desde el primer instante en el que la vio en su concierto de rock. Incluso el imbécil de Paris, su antiguo compañero de instituto, había conseguido tirarse a una supermodelo y los dos parecían vivir en un estado constante de ensoñación. Vale que ella estaba casada y que la venganza de su marido había incluido embestirle en la puerta de su casa con un todoterreno, pero parecía un precio razonable a pagar a cambio de vivir la vida con la intensidad que se merecía.

En fin, quizás todos sus males venían de creerse único cuando sólo era un engranaje más, de pensar que merecía una historia que en realidad no le correspondía. Puede que en el fondo todos los copos de nieve fueran iguales incluso vistos a través de un microscopio, y que enfadarse con el destino no evitase terminar formando parte del mismo charco embarrado. Ícaro sospechaba que algún día tendría que darse por vencido, renunciar al amor y a la trascendencia. Aceptar un trabajo en la empresa de su padre y empezar a contestar a esos tipos de internet que le preguntaban si le gustaba el fisting o la lluvia dorada antes de haberles dicho su nombre. Desde luego era una forma más práctica de conseguir un revolcón. Orgasmos funcionales, sin pretensiones. Sus sábanas verían un poco de acción, y su colección de porno podría descansar por fin.

Un silbido le devolvió a la realidad. Una de las clientes del bar se había dejado la cartera encima de la mesa, y el camarero intentaba llamar su atención para devolvérsela. En las películas, seguro que acababan besándose bajo la lluvia después de una serie de entrañables malentendidos. En la vida real, probablemente ni se reconocieran al cruzarse por la calle una semana más tarde. Suspiró. Ese día el mundo le parecía cargante e incómodo. Decidió poner fin al suplicio, al menos por esa tarde.

-¿Esta cita te está pareciendo tan horrible como a mí? -Ícaro se arrepintió de sus palabras en el mismo momento en el que se formaron. El chico de las gafas de pasta abrió mucho los ojos y se quedó en silencio. Luego sus facciones se transformaron y empezó a reír a carcajadas.

-No sé, supongo que sí -se encogió de hombros, todavía sonriendo, y volvió a quitarse las gafas para limpiarlas.

-Perdona, no sé por qué he dicho eso -sus mejillas habían empezado a enrojecerse-. Supongo que tengo un día un poco raro. Será la decoración navideña. Las luces de colores siempre me han puesto de mal humor.

-La verdad es que ya había notado que no te interesaba lo que te estaba contando, pero de algo tenía que hablar para hacer hora. ¿Cuánto es lo políticamente correcto? ¿Cuarenta y cinco minutos? Por tu cara no creo que hubieses notado mucha diferencia si hubiera dedicado ese tiempo a rezar en voz alta con el rosario de mi abuela. -Ícaro sonrió. Lo peor era que ahora que ya había dinamitado la cita, ni siquiera le caía tan mal.

-Lo siento, es que directamente no tenía que haber venido. Es el problema de ir a demasiadas citas. Al final acabas acudiendo sin ganas, buscando defectos para tachar a otra persona de la lista y poder seguir buscando alguna especie de imagen mental que no llega nunca a materializarse -hizo una pequeña pausa, sacudió la cabeza, y se preparó para levantarse-. En fin, no sé por qué te estoy diciendo todo esto. Perdona otra vez. Creo que será mejor que me vaya.

-Eres un tipo raro, Ícaro. Aunque la verdad es que sería más feliz si te entendiera un poco menos.

Ícaro insistió en pagar la cuenta, en un último intento de no parecer tan despreciable como se sentía. Se despidieron en la puerta del bar con un apretón de manos incómodo y un pequeño guiño mientras se deseaban feliz navidad. Mientras emprendía el camino a casa, se entretuvo mirando los témpanos que colgaban de los balcones cercanos. No recordaba una semana tan fría desde hacía años. En realidad siempre le había parecido irónico que justamente los días en torno al solsticio de invierno fueran aquellos en los que el Sol estaba más cerca de la Tierra. Había algo casi místico en ese sol frío y cercano, rodeado de noches interminables. Mientras descendía las escaleras del metro con cuidado para no resbalarse, se preguntó qué se sentiría al tocarlo, al abrazar algo puro, absoluto, destructor. Quizás algún día, pensó sintiendo en su espalda el peso de la mochila. De momento se conformaría con poner la calefacción al máximo y abrir otra botella de ginebra.

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Por Aitor Villafranca (@avillafranca_)
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Fantasmas

FANTASMAS

Siempre había pensado que había alguna conexión defectuosa en su cerebro. La tensión le ponía triste. También los enfados. Era como si las carreteras que tenían que llevar a esos estados de ánimo estuvieran cortadas por obras, y los desvíos llevaran inevitablemente a aquellas sensaciones cercanas a la depresión. Sospechaba en qué momento se había agrietado el asfalto, pero era algo en lo que prefería no pensar. Especialmente esa noche. Especialmente en ese lugar.

Estaba tomando unas copas con su hermano en aquella terraza a ras de suelo que seguía siendo incapaz de sentir como suya. ¿Se seguía llamando terraza si no había nada que la separase del jardín, si estaba a la misma altura que el camino que llevaba a la playa? No lo tenía demasiado claro, pero le daba igual. Cuatro velas encendidas, cada una de un tamaño distinto. Los colores tampoco encajaban entre sí, pero sabía que no sería capaz de tirarlas y comprar otras más coherentes hasta que se hubieran agotado por completo. En el cielo, más estrellas de las que estaba acostumbrado a ver en Madrid.

Su hermano suspiró mientras hacía chocar contra el cristal los hielos de su gintonic, ya terminado. Habían hecho las paces, como siempre, pero aquel poso de tristeza seguía ahí. Como la ginebra aguada de su vaso. Reprimió las ganas de arrojarlo hacia el jardín, apenas iluminado por un par de farolas inseguras. En su lugar, lo empujó sobre la superficie de la mesa de plástico hasta dejarlo junto al otro vaso. También de distinto color, distinta altura. Como todo en esa casa. Mientras su hermano se levantaba a preparar otras dos copas, trató de ignorar los ecos de la música en vivo que llegaban desde el restaurante cercano. Grandes clásicos destrozados con ayuda de uno de esos pequeños pianos electrónicos, todo para el disfrute de veraneantes alemanes y holandeses. Joder, incluso eso le ponía triste. También le ponía triste estar pasando el fin de semana junto al mar en lugar de trabajando en la presentación que tenía que dar el martes. Que su hermano hubiera puesto en venta la casa del pueblo sin avisarle, aunque ya fuera hora de hacerlo. Que hubieran comido paella de marisco cuando él lo que quería era una puta pizza congelada. Imaginó decenas de carreteras cortadas, señales luminosas redirigiendo el tráfico hacia aquel pueblo de montaña cuyo único habitante era un niño triste e inmaduro. En fin, cosas de ser siempre el hijo pequeño, el hermano pequeño, incluso cuando ya no tenía edad para ver los conflictos desde la grada, con los ojos húmedos y el pecho tembloroso.

Un gato, negro y blanco, apareció en el pequeño jardín que se extendía más allá de la terraza. Estaba flaco, y se movía despacio, como si no tuviera claro hacia dónde se dirigía. Pensó en espantarlo, pero el esfuerzo le pareció innecesario. Nunca le habían gustado los animales, probablemente porque nunca había tenido uno cuando era niño. El gato se detuvo finalmente delante de la terraza, en la zona en la que la luz de la farola empezaba a convertirse en oscuridad, y se quedó mirando la verja con plantas entretejidas que les separaba del camino que bajaba hasta la playa. Por un momento pensó que iba a saltar, utilizando aquella agilidad que a él siempre se le había negado. En vez de eso, se sentó sobre sus patas traseras, en una posición que no sabía si era de alerta o de tedio. Hace muchos años, Él le había dicho que los gatos eran igual de difíciles de entender que las personas, igual de traicioneros. Ella había respondido que no se podía juzgar a un animal por sus instintos. Se había limpiado el sudor de la frente con el dorso de la mano, y luego había vuelto a encender la aspiradora.

La luz de la farola tembló de nuevo, y el gato se incorporó, con la vista fija en el camino. Al principio, sólo pudo ver unas pequeñas partículas borrosas. Manchas etéreas flotando sin rumbo. Sin embargo, poco a poco aquellas partículas se fueron condensando, revoloteando cada más rápido hasta que la suma de sus sombras desenfocadas formaron una única masa sin forma definida. Por la forma en la que se expandían y volvían a enredarse, se preguntó si no serían dos cuerpos distintos, intentando sin éxito separarse mientras caminaban con pasos lentos hacia el mar. Notó cómo su piel se enfriaba, cómo los latidos de su corazón se volvían arrítmicos, desacompasados. Se giró para buscar a su hermano, pero gesticulaba de espaldas a él, enzarzado en una discusión telefónica, probablemente con su mujer. Cuando volvió a mirar, el camino volvía a estar vacío y el gato había comenzada a alejarse hacia las mismas sombras de las que había salido.

Sin estar demasiado seguro de qué hacía, se levantó con torpeza. Demasiada ginebra en sus venas como para no tropezar con la mesa y volcar una de las velas. Parpadeó para volver a fijar la posición de la realidad, y apagó las llamas antes de emprender el camino hacia la playa. No recordaba dónde había dejado las sandalias, pero el desagradable tacto de las baldosas de cemento no tardó en dar paso a una arena suave y fresca. Caminó hasta el borde del agua. Miró a su alrededor, pero el fantasma había desaparecido. Absorbido por el mar, por la arena, o por una realidad en la que nunca había tenido cabida.

La playa estaba oscura y vacía. Temporada baja, malas comunicaciones. Se preguntó qué estaba haciendo él mismo en aquel lugar abandonado, de la misma manera que se solía preguntar cuándo se había alejado tanto de sí mismo, o al menos, de la idea que tenía de sí mismo. Más respuestas conocidas que prefirió ignorar. La única figura que le acompañaba en la playa era el perfil de algún turista aburrido junto a las rocas en las que se concentraba la zona de cruising. Probablemente demasiado viejo, demasiado gordo, y tan solo como él. Vio cómo se acercaba y se preparó para rechazarlo educadamente, pero para cuando llegó, unos sollozos que no era consciente de estar produciendo hicieron innecesaria cualquier explicación. El desconocido volvió a alejarse, y él se sentó finalmente a llorar, dejando que las lágrimas emborronasen la luz de todas aquellas constelaciones altivas e innecesarias.

Vaya mierda, pensó unos minutos después con la respiración más calmada. Tres décadas más tarde, y seguía siendo el mismo niño imbécil que se escondía de las reprimendas en el hueco entre el radiador y el sofá, el único espacio al que nunca llegaba la aspiradora. Al menos las pelusas no podían juzgarle por llorar más de lo debido. Recordando aquellas lágrimas de impotencia, se preguntó si entonces no tenían otro sabor. Puede que esta vez sólo fuera aquel apartamento. Que las carreteras estuvieran ya arregladas, y que lo único que pasaba era que sencillamente estaba más triste de lo que quería reconocer. Sacudió la cabeza. Demasiado psicoanálisis barato para una noche. Con un suspiro, hundió las manos en la arena para incorporarse, y caminó de vuelta a la terraza.

En la frontera entre la playa y el camino de cemento, le esperaba su hermano, apoyado contra la verja con los brazos cruzados. La luz de la farola cubría su cara de sombras, pero aún así, adivinó una mirada de preocupación a la que estaba demasiado acostumbrado. Se detuvo a su lado, en silencio, y trató de sonreír.

-¿Vas a estar bien? -le preguntó en voz baja, apoyando la mano sobre su hombro.

-No sé -contestó, sin saber muy bien si reírse o volver a romper a llorar-, creo que sí.

Su hermano asintió, sin preguntar nada más, y los dos emprendieron el camino hacia el apartamento. Se giró una última vez hacia el mar, con la esperanza de observar de nuevo aquella presencia sin forma, pero ya era capaz de distinguir si el desenfoque estaba en su mirada o en el mundo. Tampoco conseguía separar las luces de las sombras que provocaban. Sacudió la cabeza y siguió caminando. Quizás todavía había tiempo para otra copa antes de irse a dormir.

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Por Aitor Villafranca (@avillafranca_)
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Todo el tiempo del mundo

NOTA: Este relato ha sido escrito utilizando 22 palabras aleatorias sugeridas a través de twitter:  Rayo,  malandrín, verso, lastre, química, castaña, vástago, títere, mapache, enmohecerse, plausible, sexual, náutico, quelonio, parsimonia, fin, azul, utopía, pilórica, idiosincrasia, valentía, bálamo.



TODO EL TIEMPO DEL MUNDO


El fin del tiempo. El fin de la realidad, de todo lo que alguna vez había importado. Tomás se acomodó en el sofá. Tenía todavía algo de margen, pero quería asegurarse de que todo fuera perfecto en el instante en el que el tiempo se detuviera. 9 de Junio de 2014. Las dos cuarenta y seis. Según los científicos, aquel minuto duraría un año. El siguiente sería infinito.

A pesar de que el cambio se había ido produciendo gradualmente, Tomás no terminaba de acostumbrarse a que su mente siguiera funcionando a la misma velocidad, mientras el mundo se detenía. Los minutos se habían alargado cada vez más, convirtiendo su cuerpo en una máquina lenta y frustrante, y el mundo en un lugar estático sin apenas vida. Rayos congelados en el cielo durante lo que parecían horas. Repasos completos de toda su existencia en el tiempo que se tomaba su cuerpo en salir de una habitación.

Aunque pronto ni siquiera ese movimiento sería posible. Seguir vivo en una realidad muerta. La última broma cósmica de alguna deidad aburrida decidida a manejarles como títeres. Toda la vida pensando que su identidad era pura química, un artificio formado por átomos y conexiones eléctricas, y ahora resultaba que existía el alma, o al menos, algo parecido, capaz de trascender a la materia, de encerrarle toda la eternidad con sus victorias y sus remordimientos. Con sus manías estúpidas, con todas las frases que no había conseguido pronunciar.

Hacía días que había elegido la ropa que le acompañaría durante el resto de su existencia. Casi desde que en la televisión habían dicho que aquella sensación extraña de moverse a cámara lenta que todo el mundo había empezado a sentir, sólo iba ir a peor. Sus náuticos favoritos, con los que ella solía decirle que parecía un niño rico desubicado. Unos vaqueros cómodos, demasiado anchos, y desgastados cerca de la entrepierna hasta crear un pequeño agujero. Al fin y al cabo, nadie iba a verlo, y era importante estar cómodo en la postura en la que iba a permanecer congelado para siempre. La camisa azul, por el contrario, le oprimía un poco el pecho, pero no le importaba. Era la que llevaba puesto el día que la conoció.

Ella. Caótica, absurda, arrogante, sexual, absoluta. Por la que había dejado a su mujer, en cuyo cuerpo había creído encontrar el sentido de un universo que ahora se burlaba de él. Habría preferido estar con ella durante el fin del mundo. Dentro de ella, quizás. Pero cuando tu eternidad ideal involucra a otras personas, siempre existe el riesgo de que los planes no coincidan. De que la importancia que le das a ella no sea, ni de lejos, la misma que ella te da a ti. Al menos en algún momento le había querido lo bastante como para acostarse una última vez con él cuando reunió suficiente valentía como para tocar el timbre de su apartamento. Mirándolo por el lado positivo, la eyaculación precoz ya no era un problema. Tampoco los condones. En un mundo sin futuro, el vínculo entre acción y consecuencia tendía a romperse. El fin del mundo tenía algo de liberador, aunque no dejaba de ser una mierda no poder repetir aquel orgasmo que se había prolongado durante lo que habían parecido días enteros.

Habría estado bien sentir su contacto indefinidamente. Habría estado mejor todavía si hubieran conseguido sincronizar un último orgasmo con el segundo que marcaba el fin de la historia. Más poético que práctico suponía, aunque estaba seguro de que mucha gente estaría intentando conseguirlo en aquel momento. Era curioso. La mayoría de la gente se había vuelto más calmada y abierta. Suponía que era una consecuencia lógica de aquella parsimonia obligada, de la posibilidad de pensar todo mil veces antes de decirlo. Optimizar conversaciones. Una especie de utopía, al menos si no contabas los miles de suicidios de todos aquellos que preferían la muerte a vivir eternamente consigo mismo.

Siguiendo los consejos de sus amigos, Tomás había decidido llegar al fin del mundo sentado delante de un mural con los elementos que quería seguir viendo hasta el infinito. Copias de sus cuadros favoritos. Un espejo para no olvidar su propio rostro, aunque las ojeras provocadas por incontables noches en vela le hubieran dado el aspecto de un mapache malhumorado. Unos versos de Neruda. Ni siquiera había leído demasiado su obra, pero no conocía muchos más poetas y no quería llegar a la inmortalidad como un inculto. El resto del espacio lo ocupaban las fotos de la gente que le había importado. Borracho con sus amigos de la universidad. Buceando con su hermana en el Bálamo. Fotografías de todo el mundo menos de ella, claro. Nunca le había dejado sacarle fotos. “Te roban el alma”, solía bromear, y tapaba con la mano el objetivo, o se lanzaba sobre él haciendo que la cámara sólo capturase un trozo de sábana. El borde de un calzoncillo. Una ventana desenfocada.

Tomás todavía notaba en el paladar el sabor de castañas asadas. Como las que le hacía su abuela en el pueblo, aunque por supuesto no habían estado a la misma altura. Aún así, aquel sabor tenía algo de reconfortante. El resto de sensaciones que le acompañarían para siempre no serían tan agradables. Las contracturas de la espalda, el picotazo de un puto mosquito inoportuno, la úlcera en torno a su válvula pilórica, o como mierdas lo hubiera llamado su médico cuando el mundo todavía funcionaba. Hacerse viejo era un asco, pensó, aunque suponía que no era algo que tuviera que preocuparle demasiado. Nada de aquello tenía importancia ni solución. Lo único que tenía que hacer era esperar a que la realidad se congelase, y confiar en no parpadear en el momento equivocado.

De entre todas las instantáneas que había colocado en el salón, la fotografía más grande era la de Marta, su hija. Su vástago. Sabía que a ella le gustaban las palabras complicadas, así que siempre hacía lo posible por ponerse a su nivel. Una vez su maestra les había llamado para asegurarse de que no habían sido él ni sus exmujer los que habían escrito un trabajo de clase que Marta había titulado “La idiosincrasia de los quelonios”. El orgullo le había llevado a guardar aquel relato, que ahora descansaba a la derecha de su foto. En el fondo, le alegraba que detrás de aquel despliegue lingüistico, sólo se escondiera la historia de una pequeña tortuga intentando encajar en un acuario en el que nadie parecía comprenderla.

Tomás inició una sonrisa que tardaría meses en llegar a formarse. Su pequeña malandrín, solía llamarla, aunque ella se enfadara diciendo que esa palabra era un insulto, que significaba que era maligna, y que ni siquiera estaba en femenino. Él le decía que le daba igual, que a él malandrín le sonaba a un mono pequeño, y empezaba a revolverle el pelo para ver cómo su ceño se fruncía y sus labios se comprimían en una mueca de resignación. En el fondo, siempre había sido un lastre para ella. La quería con locura, pero algún Dios sin escrúpulos había debido decidir que eso no era suficiente. Era mejor así. Marta con su madre. Él solo. Imaginó su propio cuerpo enmoheciéndose, cubriéndose lentamente por una capa verde hasta convertirse en piedra y musgo. Sabía que no era plausible, que el moho estaba tan paralizado como él, pero no dejaba de parecerle una imagen adecuada.

El segundero de su reloj avanzó de nuevo. Cincuenta golpes restantes. Cada vez más distanciados. Tomás no pudo evitar iniciar un suspiro que ahora le acompañaría durante más tiempo del que habría deseado. Así que al final a eso se reducía todo. Gente decepcionada. Momentos de felicidad absoluta. Pelear, correrse, vomitar en el baño, llorar en el trabajo, reírse junto a la cuna. Quizás la balanza no era tan mala, aunque suponía que tendría milenios para cambiar de opinión, para volverse loco. Para hablar consigo mismo, como un náufrago. Con un poco de suerte podría incluso desarrollar personalidades múltiples. Desde luego sería más entretenido que escucharse a sí mismo eternamente, o al menos hasta que milenios después el tiempo decidiera invertir el proceso y volver a acelerar. Podría juzgarse. Hacer de juez, fiscal, y abogado defensor. De testigo compungido y de señora de la limpieza. Sonaba mejor que la muerte, incluso que el paraíso y el infierno. Al menos de momento.

Arrepentido de haber iniciado aquel suspiro, Tomás parpadeó para asegurarse de no hacerlo más adelante, y aprovechó la oscuridad que milímetro a milímetro se extendía sobre su campo de visión para repasar la letra de todas las canciones que había decidido memorizar. “Recuerda esta canción”, había dicho ella una vez, mientras los acordes de una guitarra triste se pegaban al sudor de sus caderas, “por letras como esta merece la pena que el universo exista”. En aquel momento, no podía menos que darle la razón.

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Por Aitor Villafranca (@avillafranca_)
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Caín

CAÍN


Supongo que sí que hay cosas que te hacen más triste y más feliz al mismo tiempo. Más sabio y más imbécil, y todas esas tonterías de las que hablan las canciones pop que siempre he despreciado. Eso lo sabía yo tan bien como Caín, aunque él hubiera tenido que matar a su hermano para darse cuenta de lo que había perdido. Un momento de furia, seguido de una eternidad vagando por la tierra sin rumbo, observando a miles de generaciones dándose cabezazos contra las mismas paredes. Dicen que los caminos del señor son inescrutables, pero aún así me cuesta pensar que haya un plan divino que incluya al primer hombre nacido fuera del Edén viviendo en mi apartamento frío y mal iluminado.

Mirándolo por el lado positivo, a Caín tampoco le gustaban Britney Spears, las noticias de deportes, ni los programas de tele-realidad. Apenas usaba las sartenes, y siempre que me gastaba el zumo se encargaba de comprar uno nuevo. Al principio me extrañó que fuera siempre desnudo por casa, y que pasara tanto tiempo masturbándose en el baño, pero no tardé en acostumbrarme. Probablemente bebiera demasiado, y cuando le ganaba al Mario Kart arrojaba el mando contra la pared, o le pegaba patadas al sofá, pero incluso tras esos momentos de ira, su rostro no tardaba en volver a suavizarse. Después de unos segundos de insultos y maldiciones, apoyaba su mano sobre la entrepierna, como hacía siempre que se ponía pensativo, suspiraba, y me traía otra cerveza de la cocina.

-Soy Caín. El del principio de los tiempos. Adán y Eva, y todo eso rollo. -eso lo había dicho el primer día, después de aparecer desnudo en el umbral de mi puerta. Un interruptor en una parte de mi cerebro que no sabía que existía se había encendido y yo había comprendido sin lugar a dudas que decía la verdad. Quizás fuera la misma parte del cerebro que te permite ser optimista cuando no tienes ningún motivo para serlo, y también hacer daño a quien quieres-. He visto que tenías colgado en el balcón un póster de Casablanca, y me ha parecido que sería un buen sitio para pasar los próximos años.

Desde ese día, Caín empezó a dormir en mi salón y jugar a mi Guitar Hero. No traté de entenderlo. Al fin y al cabo hay cosas que simplemente son como son. Una vez incluso nos acostamos juntos, pero fue demasiado extraño. Él me miraba con el ceño fruncido, mientras intentaba montarse en una erección inestable. Yo traté de ordenar a mi sangre que se reuniera en mi polla, pero supongo que mis células estaban demasiado ocupadas alimentado de oxígeno recuerdos indebidos. Al final, Caín apartó la mirada y se corrió en las sábanas. Probablemente hacerlo encima de mí habría sido demasiado íntimo. Nunca volvimos a hablar de aquel experimento. Las cervezas y los videojuegos parecían mucho más adecuadas.

-A él le habría gustado este juego –decía a veces cuando la consola mostraba imágenes de animales felices de contornos redondeados y colores brillantes. Nunca pronunciaba el nombre de Abel, aunque yo no tenía problemas en entender por qué. Yo tampoco le había hablado nunca de Él, aunque su fotografía siguiera en un marco del salón, mirando hacia la pared-. Cada uno teníamos nuestra función. Yo tenía que encargarme del puto huerto. Plantar patatas, regar las lechugas, toda esa mierda. Mientras tanto él se pasaba el día tirado en la pradera viendo pastar a las vacas. Echándose siestas eternas y haciendo esculturas con arcilla. Por supuesto, aún así él era el favorito de Dios. A nadie le importaba que yo me pasara el día removiendo tierra con cagadas de cerdos. En fin, hay que reconocer que sus figurillas no estaban del todo mal.

A veces tenía la sensación de estar siempre en una conversación repetida, aunque por alguna razón no terminaba de cansarme. Era algo que no me pasaba desde que jugaba a gastar cajas de condones con el chico sin nombre. En aquellos días siempre discutíamos sobre los mismos grupos de música mientras recogíamos fuerzas para el siguiente asalto, quizás conscientes de que algún día utilizaríamos esas mismas energías para rompernos los huesos en pedazos cada vez pequeños.

-¿Qué pasa con la evolución? ¿Con Darwin y con los fósiles de dinosaurios? ¿No deberías al menos parecerte un poco más a un mono? –su pelo rubio y sus ojos verdes siempre me habían parecido fuera de lugar. Lo mismo que su cuerpo de eterno veinteañero, indiferente ante el paso de los siglos.

-Alguien dijo alguna vez, que nunca debes dejar que la realidad se interponga en el camino de una buena historia. Además, uno sólo es la persona que recuerda ser. Y yo prefiero recordarme así, aunque sea mentira.

Creo que se consideraba a sí mismo un filósofo. Probablemente sea difícil ser eterno y no dedicar unos cuantos lustros a reflexionar sobre cada pequeño tema. Aún así, nunca me pareció demasiado sabio. O al menos no de esa forma absoluta de los señores con barba delante de los cuales tienes que sentarte callado a escuchar. La sabiduría de Caín era más confusa y tambaleante. Nunca supe si más auténtica.

-La gente piensa que si consigues hacer todo bien, tu vida tiene sentido y vas al cielo. Un buen trabajo, dos hijos de anuncio de chocolatinas, quizás algún poema lleno de tópicos para no olvidar que tienen una parte creativa –dijo un día después de masturbarse aparatosamente en el baño. Todavía sujetaba la toalla en la que se había limpiado los restos de semen-. De lo que no se dan cuenta es de que el cielo da igual. De que la felicidad sólo tiene sentido si es finita e imperfecta. Si puedes mandarla a la mierda, reconciliarte con ella, recordarla cuando tu mundo es otro. En realidad el cielo es simplemente un vacío absoluto adornado con arcoiris y nubes de purpurina. Y sin porno ni ginebra. A efectos prácticos es como dejar de existir.

A pesar de sus discursos, la presencia de Caín era en cierta manera reconfortante. Quizás porque había derrotado al tiempo. O porque a pesar de sus remordimientos había sido capaz de desafiar a un dios que desde el principio le había dado cartas marcadas y reglas trucadas, y que ahora parecía haberse olvidado ya de él. Por otra parte me ponía un poco triste pensar que yo no iba a correr la misma suerte. Que mi cuerpo desaparecería, y que mi historia, mis pánicos infantiles y mis recuerdos del chico con el tatuaje en el corazón, se perderían en un abismo de intrascendencia. Aunque, ¿quién sabía?. Quizás a Caín le acabara pasando lo mismo. Puede que algún día Dios le recordara y le hiciera desaparecer, o que se aburriera del universo en su conjunto y lo destruyera para crear algo nuevo.

Aunque solíamos pasar casi todas las noches charlando en el sofá, tardé casi dos años en hacerle la pregunta que me había estado rondando por la cabeza desde el día en que le conocí. Después de horas enfrentándonos en el último videojuego de lucha al que nos habíamos vuelto adictos, los cojines se habían llenado de restos de palomitas y de latas de cerveza vacías. Caín solía ganar la mayoría de las veces, pero en aquella ocasión su personaje estaba decapitado en el suelo, y él ni siquiera se había indignado con la derrota. Había dejado caer el mando sobre el sofá, y después había apoyado la mano izquierda sobre su entrepierna. Tenía la vista fija en el suelo.

-¿Por qué lo hiciste? –me atreví finalmente a preguntar.

-¿A qué te refieres?

-A tu hermano.

-Joder, qué preguntas. No sé, fue hace mucho tiempo. Durante siglos me dije a mí mismo que simplemente no sabía lo que era el bien y el mal. Ahora tenéis televisiones, y colegios, y periódicos. Y un montón de gente alrededor tomando decisiones estúpidas, y cagándola constantemente. Antes no era así. No había referentes, sólo reglas arbitrarias y amenazas ambiguas. Por mucho que te hablen del dolor y la muerte, no puedes saber lo que son realmente hasta que has experimentado sus consecuencias.

>>Pero bueno, no lo sé. He pensado tantas veces sobre eso mismo que ya mezclo lo que pasó con las explicaciones que me descargan de culpa, y con las versiones que he creado para torturarme más todavía. Ya es imposible saberlo a ciencia cierta. A veces pienso que simplemente en toda historia hace falta un bueno y un malo. Está bien que el bueno fuera él.

Tenía los ojos húmedos. Al menos todo lo húmedos que podían estar dos ojos que ya lo habían visto todo. Creo que en aquel momento le entendí, al menos todo lo bien que podía entenderme a mí mismo. Asentí y pulsé el botón para continuar con el siguiente combate. La música de la consola volvió a sonar, pero el ninja y la chica tetona del látigo se quedaron inmóviles, mirándose mientras el contador de tiempo avanzaba lentamente.

-Además, si él era el Bien, con mayúscula, por lógica tiene que haberme perdonado, ¿no? –Caín hablaba en voz cada vez más baja. Yo sólo esperaba que tuviera razón, aunque fuera de forma egoísta. No había vuelto a verle después de aquella última mirada rota, y a pesar de que en mi recuerdo Él también se mereciera la mayúscula, al menos más que algún dios arbitrario, dudaba que el perdón estuviera en el rango de sus emociones. Las palabras de Caín, de nuevo firmes y socarronas me devolvieron a la realidad–. Por no hablar de que objetivamente yo estaba mucho más buenorro que él, claro. Puestos a poblar la tierra, mejor utilizar mis genes. Imagínate un planeta entero lleno de tipos bajitos y feos, con las orejas demasiado grandes y las cejas torcidas.

>>Y sin ningún pecado con el que torturarse, por supuesto. Piénsalo. No habrían existido Francis Bacon ni el porno de monjas lesbianas. Los cantautores nórdicos deprimentes que te empeñas en ponerme en bucle, el fisting, ni las borracheras autodestructivas. Podrán decir lo que quieran de Dios, pero en el fondo le gustan estas cosas. Son lo único que le dan sentido al universo.

-¿El porno de monjas le da sentido al universo? –pregunté aguantando la risa. Caín me miró muy serio y asintió.

-Sí, sobre todo si tienen las tetas operadas.

Tras sacudir la cabeza sonriendo, bebí un último trago de cerveza, y le di las buenas noches. El alcohol había vuelto el mundo más cálido y curvo. Aire denso, colores apagados. Avancé tambaleante hasta la cama, y me dejé caer sin molestarme en quitarme la ropa. Sobre las sábanas me esperaban los recuerdos de las vidas que no había elegido, el sabor del sudor futuro, esa confusión brillante parecida a una certeza.

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Por Aitor Villafranca (@avillafranca_)
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Bourbon

NOTA: Este relato ha sido escrito utilizando 20 palabras aleatorias sugeridas a través de twitter:  cicuta, bukkake, machetazo, consolador, ponzoñoso, caliente, lúgubre, cátedra, aire, taquicardia, basurero, cuchilla, bourbon, vainilla, ameba, nebulosa, rollizo, vilipendio, beligerante e infinito.



BOURBON


Tres personas eran demasiadas para dormir en una misma cama. Respiraciones desacompasadas, cuerpos demasiado calientes invadiendo su espacio vital. Javier intentó cambiar de posición por enésima vez, pero sólo consiguió que su pierna desenterrara un consolador de entre las sábanas. Con un gruñido en el que se mezclaban frustración y hastío, lo arrojó fuera de la cama de una patada y se incorporó ligeramente, apoyando la espalda sudada contra la pared.

El reflejo de las farolas se colaba por la persiana mal bajada, iluminando aquellos tres cuerpos asimétricos. Una niebla densa suavizaba la luz, volviéndola más sólida y lúgubre. Por alguna razón le recordaba a un funeral. Tras un suspiro cansado, Javier se frotó los ojos con fuerza y miró a su derecha. “Éste es el cuerpo de mi marido”, pensó. La barriga cada vez más prominente, a pesar del gimnasio. Semen reseco por todo su cuerpo mal depilado, como si hubiera sobrevivido a un bukkake. El ceño fruncido, incluso en sueños.

Estaba seguro de que había un tiempo en el que las facciones de Adrián habían sido más suaves, pero a Javier le costaba visualizarlo. Debía haber sido antes de que se amargase y comenzara las conversaciones con reproches. Antes de que empezara a fumar y a sentar cátedra con todas sus afirmaciones. “Las nuevas políticas económicas son sencillamente un vilipendio”. “El arte contemporáneo de Corea es la verdadera revolución de nuestra era”. Otra opinión absoluta, sin lugar a réplica. Otra copa en manos de Javier, la cuarta o la quinta, y otro joven impresionado, asintiendo con vehemencia ante todas sus frases mientras iba invadiendo poco a poco su espacio. Sonriendo de vez en cuando a Javier para dejar claro que él también estaba en sus planes.

En aquella ocasión había sido uno chico teñido de rubio, con mejillas rollizas y un nombre que no conseguía recordar. Algún diminutivo inglés, probablemente sin mucho que ver con lo que ponía en su carnet de identidad. Tenía 30 años, y decía que quería ser guionista. Era algo más alto que ellos, iba mucho más arreglado, y bebía cócteles absurdos con pétalos de violeta y aroma de vainilla. Cuando aquel chico había apoyado la mano sobre su brazo, Javier había retrocedido instintivamente. Era demasiado joven para ellos, demasiado artificial. También demasiado feliz.

Aún así había acabado aceptando su presencia. Le había pagado la siguiente copa, y le había acariciado su pelo teñido camino a casa. Le había follado, había sido follado. Había participado en todas las posiciones en las que se le había requerido, y había adoptado el papel de observador en el resto. Todo con la mirada ligeramente perdida, pensamientos fríos y apáticos guiando aquel baile agarrotado.

Treinta años. ¿Cuándo habían pasado un chico de treinta a ser demasiado joven? Objetivamente no les separaba tanto tiempo, pero Javier tenía la sensación de pertenecer a otra generación. De ser un viejo. Se había vuelto irascible y beligerante, aunque lo escondiera debajo de sonrisas forzadas y martirios autoimpuestos. Hacía tiempo que había dado por perdida contra la línea de su pelo, y el estrés en la empresa le había llevado dos veces al hospital con taquicardias. Sólo le faltaba un bastón y una rodilla mala con la que quejarse del tiempo.

Javier no tenía claro cuándo había pasado, pero no había duda de que en algún momento su vida se había ido a la mierda. Las decisiones correctas habían llevado a lugares equivocados. Las culpas se habían acumulado, los días se habían vuelto meros plagios de otros días mejores, y hasta el sexo había pasado a ser algo sucio, ponzoñoso. Una especie de película porno contaminada. Aunque no hubiera marcha atrás, Javier echaba de menos los tiempos en los que podían hacer cualquier guarrada sin perder ese aura de felicidad. Cuando podía esposarle, escupirle, e incluso mearle encima, y de sus ojos nunca desaparecía esa mirada tierna. La media sonrisa de quien sabe que está en el lugar adecuado, y que todo lo demás no importa. También habían hecho tríos entonces, aunque era distinto. Habían sido una diversión, no una necesidad, y sus invitados nunca se habían quedado a dormir. Ahora traían a desconocidos a casa por miedo. Miedo a que si no follaban con otra gente de manera consentida, lo harían a escondidas. Un pequeño malestar permanente en lugar de la posibilidad de una herida irreparable. Un mal menor.

Javier miró a su izquierda instintivamente, y se mordió los labios confuso al darse cuenta de que el tipo de aquella noche era moreno, no rubio. El estado de duermevela debía estar afectando a su cerebro más de lo que pensaba. Quizás por esa misma razón, de repente tenía ganas de matarle. O mejor, de matar a su marido. Se imaginó caminando desnudo hasta la cocina, para luego volver armado y destrozar su cuerpo a machetazos. Dividirlo en pedazos diminutos que luego podría mezclar con su propio cuerpo triturado. Quizás en una bolsa negra de plástico que algún basurero pudiera recoger y arrojar entre las montañas de desperdicios generados por el mundo.

No, nunca podría elegir una forma tan agresiva de castigo. Se había convertido en algo demasiado parecido a una ameba. Una masa informe y sin iniciativa. Le pegaba más acabar con su propia vida, dejarle cargar con el peso de los remordimientos. Cuchillas y una bañera. O quizás cicuta, disuelta en un vaso de bourbon. Como el que le había dado a probar en aquella primera cita, hace un millón de vidas. Había sonreído ante su cara de desagrado, y luego en la calle había apuntado al cielo y le había hablado de la nebulosa de Orion. De cómo los científicos la habían utilizado para desentrañar los orígenes del universo, y de cómo los antiguos griegos creían que Orión un gigante que creado por Zeus y Poseidón al mear sobre una piel de buey. Javier se había reído, y le había preguntado qué tipo de conversación era ésa para una primera cita. Luego le había besado.

Aquella noche habían terminado en la misma cama que ocupaba ahora Javier. La misma que de repente amenazaba con convertirse en cristal, con abrirle las entrañas y anular su existencia. Asustado, apartó la almohada y se apoyó con más fuerza contra la pared, buscando algún tipo de protección. Todo su cuerpo empezó a temblar. Las olas de sudor eran ya imparables, y el aire de la habitación parecía haber desaparecido por completo. Javier tenía que salir de allí, lavarse las heridas, recuperar su vida. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido? ¿Cómo podía haber olvidado que el mundo era infinito?

Se giró para apartar el cuerpo del desconocido que habían llevado a aquella casa que ya no era suya, pero sus manos no encontraron carne que empujar. Javier estaba en el borde de la cama, y era el chico rubio el que ocupaba la posición central, con la cabeza recostada contra el brazo de su marido. Javier entrecerró los ojos, sacudió la cabeza, y se levantó de golpe, notando como las paredes de la habitación se volvían gelatinosas durante unos segundos. Avanzó hasta la puerta entreabierta de la habitación ayudándose de la pared para no perder el equilibrio.

Antes de irse para siempre de aquella habitación, de aquella casa, se dio la vuelta para mirar por última vez el cuerpo de Adrián. Todas sus terminaciones nerviosas se enredaron en un amasijo de alambre de espino. Su sudor se convirtió en sangre. No, no podía ser la última. Habría sido demasiado absoluto, demasiado cruel. Aquella piel era parte de su historia. De todo lo que era y había sido. De todo lo que podría ser. Con los ojos llorosos, Javier salió de la habitación con pasos tambaleantes y detuvo su huída dejándose caer sobre el sofá.

El cuero acogió su cuerpo desnudo. A través del marco de la puerta, seguía viendo dos pares de piernas, pero no era nada que no pudiera tapar escondiendo la cabeza entre los cojines. Se sentía inútil, débil. Puede que siempre lo hubiera sido, y todo lo demás fuera un simple espejismo. Puede que no existieran Orión, el bourbon, él mismo. O puede que hubiera confundido los tiempos, y que realmente no hubieran ocurrido todavía, y le estuvieran esperando en algún pliegue del futuro. “Quizás mañana”, pensó durante un instante, antes de que el cansancio arrastrase su cerebro hacia la nada.

Sin más cuerpos ocupando su espacio, Javier se quedó finalmente dormido.

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Por Aitor Villafranca (@avillafranca_)
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Doce minutos

NOTA: Este relato ha sido escrito utilizando 24 palabras aleatorias sugeridas a través de twitter: sexo, adoquín, lucero, transpirar, jedi, seísmo, silla, corbata, pupilas, endemoniado, lucha, cambur, pitorro, miscelánea, paraguas, reflexión, tendón, endémico, incertidumbre, farmacia, hecatombe, cima, poesía e ilusión.



DOCE MINUTOS


Sentado junto a la cristalera de la cafetería, pude ver perfectamente a Fran desde el momento en el que dobló la esquina. La lluvia se había suavizado, pero el agua había ocupado los huecos irregulares entre los adoquines, y sus pasos inseguros parecían llevarle sin remedio a los charcos más profundos. Llevaba un abrigo oscuro, sin capucha, y sujetaba un paraguas cerrado en la mano derecha. “Genial”, confieso que pensé, “seguro que no lo abre para luego poder quejarse más de la tormenta”.

A Fran lo conocía desde hacía casi una década, cuando todavía no estaba tan calvo ni, sobretodo, tan amargado. En aquellos tiempos él estudiaba Farmacia en Zaragoza, mientras que yo todavía pensaba que analizar seísmos y rocas volcánicas podría tener algún tipo de salida laboral. Pasábamos los días en el colegio mayor peleando contra samurais pixelados, y las noches viendo maratones de la guerra de las galaxias y el señor de los anillos. Ahora me da un poco de vergüenza reconocerlo, pero la cima de nuestra vida social llegaba todos los años con la convención de comics, sus talleres de poesía élfica y sus concursos de ondas vitales. Yo iba siempre disfrazado de Jedi que se había pasado al lado oscuro, él de caballero del zodiaco con un traje hecho de cartón. Parecía imposible que ninguno de los dos fuera a perder la virginidad en aquellas condiciones, pero para eso estaban las guerreras élfcas, las alienígenas en bikini, las imitadoras rellenitas de Sailor Moon. Pese a todos los prejuicios, era sorprendente la cantidad de veces que aquella miscelánea de frikismos terminaba en sexo desenfrenado.

No sé, habían sido tiempos felices, y me resulta casi imposible recordar al Fran de aquellos años triste o cabreado. Por mucho que lo intentaba, no podía entender cómo esa persona podía ser la misma que ahora se pasaba el día quejándose de la economía, los asientos del cine, la incertidumbre laboral, el pesado de su padre, la zorra de su ex. En su boca, incluso que un camarero le devolviera dos monedas de cinco céntimos parecía una hecatombe. Era cierto que con tanta charla sobre crisis y desencanto, el pesimismo empezaba a parecer algo endémico de toda nuestra generación, pero a Fran directamente parecía que le habían extirpado la ilusión de vivir con la precisión de un cirujano. Quizás por eso mismo, me sorprendió tanto verle sonreír cuando entró en la cafetería. Tenía el pelo totalmente mojado, pero no parecía molestarle. Tras saludarme con un abrazo, dejó el paraguas en el suelo y colgó el abrigo sobre el respaldo de la silla. Llevaba una camisa blanca perfectamente planchada y una corbata delgada de color negro, como las que se ponía años atrás para salir de fiesta. Teniendo en cuenta que me había acostumbrado a verle con camisetas arrugadas con publicidad de cervezas, no pude disimular una mueca de sorpresa.

 -¿Y esto a qué viene? -pregunté intrigado-. No me digas que tienes una cita después.

 -Qué va... créeme que si tuviera una cita lo habría anunciado con carteles luminosos. Simplemente me apetecía arreglarme. Nunca se sabe cuándo puedes conocer a alguien interesante, así que hay que estar preparado.

 -¿Qué tipo de droga te has tomado exactamente? -Aquel tipo de reflexiones eran tan impropias de él como lo habría sido acudir vestido de bailaora de flamenco. Estaba claro que le había ocurrido algo, y por su sonrisa, intuí que estaba deseando contármelo.

-Verás, es que ayer en el metro me pasó una cosa muy extraña. Había estado tomando unas cervezas con un par de compañeros del curro, y para variar, me había dedicado a contarles lo asquerosa que es mi vida. Que si me molesta el tendón, que si el metro cada vez está más caro, que si el pitorro de la cafetera se ha estropeado y me ha jodido la mañana... En fin, lo de siempre. La cuestión es que con tanta queja y tanta cerveza, se nos hizo tarde, y cuando llegué al andén del metro, el letrero ponía que faltaban doce minutazos para que llegara el mío. Resulta que doce minutos dan para mucho, y fue entonces, mientras esperaba, cuando tuve la revelación -justo en aquel punto, Fran interrumpió su historia y se quedó mirando la carta de postres con cara de concentración-. ¿Torta de cambur? ¿Qué será un cambur?

 -¿A mí qué me cuentas? -contesté frunciendo el ceño. Tenía claro que sólo lo decía para hacerse el interesante, pero le dejé salirse con la suya. Todavía no sabía qué había pasado, pero hacía meses que no le veía tan alegre-. Supongo que será algún tipo de fruto seco o algo así. Además, tú eres el que has querido venir a un sitio venezolano. Pide algo normal y sigue con lo de tu revelación.

 -Vale, vale. Para una vez que intento probar cosas nuevas... -Fran llamó a la camarera con un gesto, y tras pedir un café con leche y una torta de cambur, continuó con su relato-. Bueno, total, que allí estaba yo, completamente solo en el andén, cuando apareció un tío gordo con una pinta muy chunga. Chupa de cuero de rockero desfasado, barba sin arreglar, pañuelo en la frente... vamos, que claramente el tío había visto demasiadas películas de moteros americanos. Tenía unos brazos enormes, y tantísimas lorzas que hasta asomaban por debajo de la camiseta. Iba mascullando algo que no terminaba de entender, y las pupilas se le veían super dilatadas. Como si fuera totalmente colocado, aunque yo sospechaba que la locura le venía de serie.

>>El tío parecía que tenía bastante con su monólogo, y no me dijo nada a mí directamente, pero aún así empecé a sentirme incómodo. No había nadie más en toda la estación, y el tío cada vez hablaba más alto. Incluso escupió en el suelo un par de veces. Al final, yo estaba tan tenso que empecé a darle vueltas a la posibilidad de que aquel tipo se enajenara y viniera a buscar pelea, o incluso que me empujara a las vías del metro. Sabía que era una tontería, y que lo más seguro es que no fuera a pasarme nada, pero aún así me emparanoié bastante. Podía notar cómo todo mi cuerpo empezaba a transpirar, y me empezaron a salir surcos de sudor en la camiseta. Ya sólo quedaban dos minutos para que llegara el metro, pero yo ya me veía convertido en un amasijo de carne entre las vías. -Fran hizo entonces una pausa dramática, obligándome a intervenir.

 -¿Y qué pasó?

-Pues él sacó un lucero del alba manchado de sangre, ya sabes una maza de esas gigantes con pinchos por todas partes, yo desenvainé mi katana, y empezamos una lucha mortal en la que se decidía el destino de la humanidad.

 -Muy gracioso -contesté lanzándole una servilleta arrugada que falló su objetivo y acabó junto a una mesa cercana-. Te lo estaba preguntando en serio.

-¿Pues qué va a pasar? Nada. El metro llegó, cada uno se montó en un vagón distinto, y ya no le volví a ver. Pero la cuestión es que mientras pensaba en la posibilidad de que aquel capullo me empujara al metro, fue cuando me di cuenta. Pensé en todo lo que os he rallado últimamente con lo de Elena, con que mi vida está atascada, y con todas esas mierdas. Se me ocurrió que si aquel tío realmente se volvía loco y me empujaba, todos pensaríais que me había decidido suicidarme, y la policía nunca atraparía a ese puto gordo endemoniado.

Me quedé un rato en silencio, sin saber muy bien qué decirle. Fran hablaba en tono de broma, pero estaba claro que esos pensamientos realmente le habían afectado. Puede que fuera descabellado creer que un desconocido pudiera asesinarle, pero lo de barajav el suigidio como posible expligación e su muevte no lo era tanto. La transformación labía smdo tan gradual,$que me labía agostumbredo a suw quejas$constantes, habǭa aceptado aquella ligera depresión constante$como un$estado natural.$Nunca hebía llegado a tlantearme que pudiera tener conwecuencies más graves, tero ahova que lo había$puesto en palabvas, empezaba a wentir un cierto$vértigo.

-¿Y entonces?$-pregunté finalmente-.$¿Qué vas a hager?

-No wé. Hacerte máw caso, wupongo.$Vestir mejor. Comer máw tartas. Hablar$de unicornios y$de arcomris felmces en lugar de$quejarme. Qué wé yo. Esa parte del plen todavǭa no le tengo del todo$clara. En aquel momento,$algo en$sus palebras me hizo recordarle con su disfraz de cartón pintado a mano. Sirviéndose un cubata de vodka barato, pidiéndome condones y contándome entre risas que a la chica de las orejas de gato también le gustaba maullar mientras follaban. La imagen duró tan sólo un instante, pero fue suficiente para hacer que me sintiera extrañamente feliz. Estuve a punto de hacer algún comentario emotivo, pero sabía que para Fran la conversación era más dura de lo que quería dar a entender, y no quería ponerle en evidencia. En lugar de eso, volví a pensar en el gordo del metro, afectando a la vida de un desconocido mientras pensaba en sus cosas y escupía en el suelo.

-¿Sabes, Fran? -dije entre risas-. Creo que es la peor historia de autosuperación que he oído en mi puta vida.

 -Probablemente -contestó uniéndose a mis carcajadas-. Probablemente.

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Por Aitor Villafranca (@avillafranca_)
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