Un zombie triste


“Por favor, acuérdate de mí”, decía la canción que sonaba en la minicadena, “en aquel coche detrás del carnaval”. La había oídos cientos de veces, pero el tejido de su cerebro se había convertido en amasijo negro, apenas activo, y seguía olvidando la melodía una y otra vez. Definitivamente, su mente ya no era la de hacía unos meses. Nada en él lo era.

Le habían infectado en una incursión en busca de provisiones, apenas a una decena de metros en la puerta del apartamento. Había vuelto con el brazo ensangrentado, la mochila vacía, y una mirada en la que se mezclaban el pánico, la vergüenza, y la culpa.

“Tengo miedo”, le había dicho mientras notaba como su torrente sanguíneo se volvía negro y denso. Ella le había abrazado.

"¿Quieres que todo acabe? Quedan balas, pero no sé si puedo hacerlo.”

“No quiero morir”, había susurrado asustado. “No quiero olvidarte. No quiero que el recuerdo de lo que hemos sido deje de existir”.

Ella le besó suavemente en los labios, notando un sabor amargo que nunca antes había estado allí. Luego se había incorporado, había puesto el disco que solían escuchar desnudos en las mañanas de domingo, y había salido de la habitación con lágrimas en los ojos.

De eso hacía ya diez semanas, aunque ya había olvidado cómo contarlas. Setenta días desplazándose a cámara lenta entre aquellas cuatro paredes. Rozando con sus miembros atrofiados las fotos que ella había clavado en la pared antes de abandonar el piso. Viendo como su carne podrida se caía a trozos sobre las sábanas en las que habían follado con la avidez y la melancolía de quien sabe que cada vez puede ser la última.

Ahora ya no sentía nada, sólo hambre. Sin embargo, por mucho que su cuerpo de huesos débiles y carne muerta reclamase alimento, se resistía a abandonar aquel mausoleo erigido en honor a sus recuerdos. “Me he convertido en una persona más triste por haberte conocido”, le había dicho ella una vez mientras calentaban una lata de conservas. Luego se había echado a llorar mientras se quitaba la ropa, olvidando la carne humeante. Se había montado a horcajadas encima de él sin molestarse en desnudarle. Sus gritos se habían mezclado con los de los zombies errantes al otro lado de la puerta. Sus puñetazos en el pecho le habían dejado moratones durante varios días.

“Un trapecista asustado, llegando más alto que ningún mesías” continuaba la canción, antes de pasar a un solo desalentado de guitarra.

Su cerebro ya no tenía suficiente actividad eléctrica como para recordar aquellas escenas, ni para entender el significado de los objetos que le rodeaban, pero aún así era capaz de sentir una fuerza que le ataba a aquella habitación. Más fuerte incluso, que el hambre ancestral que le hacía delirar con imágenes de vísceras y miembros cercenados.

Sin embargo, aquel día, sin ningún motivo especial, algo cambió mientras miraba entre gruñidos las fotos de lo que un día había sido su vida. No supo expresarlo con palabras, pero su cuerpo comprendió que había llegado el momento de marcharse de allí. Quizás su hambre simplemente había superado una nueva barrera, y la balanza de sus instintos se había desequilibrado. Quizás, los restos de su consciencia habían aceptado su situación. Lo que era, lo que ya nunca sería.


Ya no sabía como bajar las escaleras del edificio, pero no le importó. Avanzó con decisión, sin sentir dolor cuando sus piernas sólo encontraron aire y su cuerpo cayó rebotando torpemente hasta la planta baja. Un brazo partido, colgado apenas por un tendón. El cuello torcido, incapaz de devolverlo a su posición original. Los jirones que quedaban de su ropa, manchados con el líquido negro que rezumaba de su mandíbula dislocada. Aún así, se incorporó, tomándose su tiempo, y salió al exterior. 

En la calle, un grupo de zombies avanzaban con paso lento, arrastrando sus extremidades sin vida, sus ojos desorbitados. Alguno desvió la vista hacia él, pero le olvidó enseguida al ver que su carne estaba tan muerta como las suyas. Permaneció unos momentos inmóvil, levantando la vista hacia el apartamento que acababa de abandonar, y luego, sin tener muy claro hacia dónde se dirigían sus nuevos compañeros, comenzó a seguir sus pasos.

“Acuérdate de mí” intentó tararear mientras caminaba, aunque su garganta sólo emitió un gruñido gutural que se unió a los del resto de muertos que avanzaban hacia el norte. 

1 comentarios:

Julia Viejo dijo...

Es jodidamente precioso. Enhorabuena.

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