NOTA: Este relato ha sido escrito utilizando 20 palabras aleatorias sugeridas a través de twitter: Milenarismo, pene, santuario, granadina, guarida, hipoglucemia, mandingo, avellana, sombrero, cierzo, pendiente, drama, soltera, sombrilla, mosquito, cocotero, aldea y cortina.
No sé por qué acabó. Quizás porque bebía vodka con granadina, y café con sabor a avellana. O porque llevaba un sombrero que podría haber pertenecido a su abuelo, y se agujereó el lóbulo derecho para ponerse un pendiente de niñato de extrarradio. A veces me avergonzaba presentárselo a mis amigos, y otras veces yo me sentía estúpido cuando los suyos hablaban de partículas subatómicas, o de una película del año 75 sobre esclavos y plantaciones que se llamaba “Mandingo”. A pesar de todo, duramos casi un año. Exactamente once meses, antes de los gritos, los cuernos, y el drama. Antes de aquella escena patética y sobreactuada, en la que rompimos el escaparate de la agencia de viajes a la vez que nuestra relación. Todavía recuerdo la mirada vacía de los maniquís, sentados en sus tumbonas entre sombrillas y cocoteros de cartón, disfrutando de la vida en alguna aldea tropical que ya nunca visitaríamos.
Al día siguiente, el maldito Salvador apareció en la televisión por primera vez, y todas las reglas cambiaron. Resulta que al parecer Dios no odia especialmente a los homosexuales, aunque sí a los gordos, los zurdos y los payasos. También a los que incumplen los pecados capitales, así que decidió ponérnoslo fácil, y nos arrancó de cuajo el deseo sexual, el hambre, y la necesidad de dormir. Ésa ha sido mi vida durante los dos últimos siglos, una sucesión de días anodinos, sumando décadas vacías, con la certeza de que al final la salvación eterna merecerá la pena.
Finalmente ayer, después de ciento cincuenta años en la lista de espera, tuve la ocasión de que Jesucristo me concediera audiencia. Tuve que viajar hasta Italia para verle. Supongo que las ruinas de templos, circos y acueductos le hacían recordar los viejos tiempos. En aquella ocasión, había llevado el voto de pobreza hasta un nuevo extremo, y se alojaba en un sótano que perfectamente podría haber sido la guarida de un ladrón o un drogadicto. Madera cubierta de moho, sillas oxidadas, una cortina echa jirones. Estaba rodeado de decenas de almas que revoloteaban intranquilas en torno a él, intentando sin éxito llamar su atención. Él, sin embargo, tenía la mirada fija en un mosquito que caminaba por la palma de su mano. Le sonreía embelesando, quizás feliz de tener otra criatura a la que perdonar sus pecados.
Después de tanto tiempo esperando aquel momento, había memorizado una lista de preguntas que hacerle, diseñadas al milímetro. Todo lo que no entendía, todo lo que creía que estaba mal. Diez minutos en los que condensar todas mis dudas, y bañarme en la luz del conocimiento divino. Sin embargo, cuando apoyó su mano en mi hombro, y me sonrió, todo mi cuerpo recordó de repente aquella forma en la que Fernando me abrazaba por la noche. El brazo derecho apretando mi pecho como si fuera a escaparme, su piel pegada a la mía por sudor y restos de semen. Sin pensar en lo que estaba haciendo, interrumpí la pregunta que había empezado a formular, y le di un puñetazo en la cara a Jesucristo. Antes de que pudiera levantarse del suelo, ya había salido de la habitación.
Puede que los 800 años de remordimientos que me esperan sea un precio un poco excesivo por aquel momento de satisfacción, por no hablar de la condenación eterna cuando todo esto acabe. Aún así, a veces imagino a Fernando riéndose de mí, revolviéndome el pelo como a un niño travieso antes de levantarse a por otro condón, y una parte de mí, se alegra de haberle partido la cara a nuestro salvador.
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Por Aitor Villafranca (@avillafranca_)
SANTUARIO
Echo de menos la vida antes del segundo advenimiento de Cristo. Cuando el milenarismo era una palabra en boca de locos, y nadie pensaba que aquel tipo con túnica blanca pudiera reaparecer y jodernos la vida durante mil putos años, amenazando día y noche con el juicio final que vendría después. Echo de menos los días en los que existía la muerte, y el aire no estaba atestado de almas pendientes de veredicto, volando de un lado para otro sin control cada vez que se levantaba el cierzo.
Reconozco que era una mierda pasar noches en vela pensando que la vida no tenía sentido, o tener que preocuparse de cosas mundanas, como la hipoglucemia en los análisis médicos de tu madre, o el hecho de que tu compañera de piso estuviera otra vez soltera, y se tragara los capítulos de Sexo en Nueva York a la misma velocidad que las tarrinas de helado de chocolate. Supongo que la salvación y la vida eterna son un buen cambio, pero aún así no puedo evitar recordar con cariño las pequeñas victorias frente a la mortalidad. Las noches de borrachera, los cuadros sobre amantes atormentados, el sexo.
“Un día construiré un santuario para tu pene” recuerdo que me dijo Fernando en una ocasión, después de pasar todo el día follando, escuchando música, y atacando desnudos los restos de comida china del frigorífico. “Se convertirá en la religión universal. La gente vendrá de todo el mundo para adorarlo, pero yo seré el sumo sacerdote, así que nadie excepto yo podrá tocarlo”. Solía decir cosas así, mientras yo le miraba con la sonrisa torcida, no muy seguro de si era tierno o solamente raro.
No sé por qué acabó. Quizás porque bebía vodka con granadina, y café con sabor a avellana. O porque llevaba un sombrero que podría haber pertenecido a su abuelo, y se agujereó el lóbulo derecho para ponerse un pendiente de niñato de extrarradio. A veces me avergonzaba presentárselo a mis amigos, y otras veces yo me sentía estúpido cuando los suyos hablaban de partículas subatómicas, o de una película del año 75 sobre esclavos y plantaciones que se llamaba “Mandingo”. A pesar de todo, duramos casi un año. Exactamente once meses, antes de los gritos, los cuernos, y el drama. Antes de aquella escena patética y sobreactuada, en la que rompimos el escaparate de la agencia de viajes a la vez que nuestra relación. Todavía recuerdo la mirada vacía de los maniquís, sentados en sus tumbonas entre sombrillas y cocoteros de cartón, disfrutando de la vida en alguna aldea tropical que ya nunca visitaríamos.
Al día siguiente, el maldito Salvador apareció en la televisión por primera vez, y todas las reglas cambiaron. Resulta que al parecer Dios no odia especialmente a los homosexuales, aunque sí a los gordos, los zurdos y los payasos. También a los que incumplen los pecados capitales, así que decidió ponérnoslo fácil, y nos arrancó de cuajo el deseo sexual, el hambre, y la necesidad de dormir. Ésa ha sido mi vida durante los dos últimos siglos, una sucesión de días anodinos, sumando décadas vacías, con la certeza de que al final la salvación eterna merecerá la pena.
Finalmente ayer, después de ciento cincuenta años en la lista de espera, tuve la ocasión de que Jesucristo me concediera audiencia. Tuve que viajar hasta Italia para verle. Supongo que las ruinas de templos, circos y acueductos le hacían recordar los viejos tiempos. En aquella ocasión, había llevado el voto de pobreza hasta un nuevo extremo, y se alojaba en un sótano que perfectamente podría haber sido la guarida de un ladrón o un drogadicto. Madera cubierta de moho, sillas oxidadas, una cortina echa jirones. Estaba rodeado de decenas de almas que revoloteaban intranquilas en torno a él, intentando sin éxito llamar su atención. Él, sin embargo, tenía la mirada fija en un mosquito que caminaba por la palma de su mano. Le sonreía embelesando, quizás feliz de tener otra criatura a la que perdonar sus pecados.
Después de tanto tiempo esperando aquel momento, había memorizado una lista de preguntas que hacerle, diseñadas al milímetro. Todo lo que no entendía, todo lo que creía que estaba mal. Diez minutos en los que condensar todas mis dudas, y bañarme en la luz del conocimiento divino. Sin embargo, cuando apoyó su mano en mi hombro, y me sonrió, todo mi cuerpo recordó de repente aquella forma en la que Fernando me abrazaba por la noche. El brazo derecho apretando mi pecho como si fuera a escaparme, su piel pegada a la mía por sudor y restos de semen. Sin pensar en lo que estaba haciendo, interrumpí la pregunta que había empezado a formular, y le di un puñetazo en la cara a Jesucristo. Antes de que pudiera levantarse del suelo, ya había salido de la habitación.
Puede que los 800 años de remordimientos que me esperan sea un precio un poco excesivo por aquel momento de satisfacción, por no hablar de la condenación eterna cuando todo esto acabe. Aún así, a veces imagino a Fernando riéndose de mí, revolviéndome el pelo como a un niño travieso antes de levantarse a por otro condón, y una parte de mí, se alegra de haberle partido la cara a nuestro salvador.
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Por Aitor Villafranca (@avillafranca_)
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